Banda en vivo, mucha energía. Suena Rage Against the Machine, fuegos artificiales, algunos lienzos. Tequila a quinientos en una mesa lateral. Tantos meses de encierro sin ver gente; sin abrazos ni festejos. Hay algo de catarsis en la protesta, de liberar la energía acumulada. Pero el asunto se empieza a poner feo cuando cae el primer semáforo. Cosas que pasan. Cada viernes, con una regularidad solo suspendida por la pandemia, se observa en la Plaza Italia un extraño jolgorio que rodea a la violencia mucho más profundo que solo vandalismo.
¿Qué sucede ahí? ¿Qué manifiesta ese grupo? Podemos pensar estas reuniones como un ritual. Categoría extraña para analizar una protesta, pero que puede iluminar parte de lo que sucede ahí. La sociología y la antropología han estudiado largamente los rituales. Son una manera de recrear de manera simbólica la pertenencia a un grupo; de reforzar sus valores, de mostrar aquello que no es evidente para la comunidad. Tienen ciertos elementos que se repiten: una fecha, un modus operandi, un lugar sagrado. La Plaza Italia y su rebautizo como “de la Dignidad”, que excluye a todo quien no porte las credenciales del grupo, es uno de esos elementos. Que sea sagradamente los viernes también. La violencia se ha vuelto un factor recurrente de esta liturgia. Ahí, entre calles cortadas, barricadas y semáforos, se sueña el Chile nuevo, ese que excluye al “paco bastardo”, a la ley y a los poderosos (aunque también a los vecinos de Plaza Italia, por cierto).
Pero los rituales de los viernes bien pueden ser juzgados no solo por lo que denuncian, sino, sobre todo, por lo que ocultan. Tras esta violencia autorreferente e inusitada, sin banderas ni ideologías conocidas, parece esconderse un sustrato no menor de nihilismo: una desafección permanente respecto de los marcos normativos, los medios y los fines socialmente compartidos. Intentan llenar un vacío mayor, que no es político ni ciudadano. No es casual que una de las consignas más repetidas en este tiempo haya sido la de juntarnos para no soltarnos. Claro, el ritual permitiría restaurar a la comunidad y la pertenencia quebrantada a la sociedad, una ruptura que se manifiesta incluso en la manera en que habitamos ciudades segregadas, lejanas, sin espacios de encuentro e interacción. Pero nada de eso es posible en el vacío: requerimos de valores compartidos. El acuerdo del 15 de noviembre provee un cauce institucional, que es cierto y necesario, pero nada dice respecto de lo anterior.
Me atrevo a aventurar una hipótesis: no habrá salida institucional posible si no atendemos a la crisis de sentido y de vínculos que campea en nuestro país, aquello que el sociólogo Pedro Morandé relacionaría con el sustrato “precontractual de los contratos”. Después de todo, nuestra integración no se da solo en el texto o la ley, sino también en los símbolos. Y ese es el vacío que, al parecer, intenta llenar con persistencia casi religiosa en las manifestaciones de los viernes: el Matapaco, la tía Pikachu, la Primera línea como Padres de una Nueva Patria. Esta fe en símbolos sin un sustrato mayor que una unión anecdótica y efímera, revela la profundidad de nuestra crisis, y la lentitud con la que habrá que reconstituir esa comunidad de sentido. No es poco lo que nos dice la feligresía de los viernes.