La Constitución del 25

  • 21-10-2020

El viernes 15 de noviembre del 2019 muchos chilenos despertamos aliviados. En la madrugada, y luego de varias semanas de incertidumbre, los partidos políticos –casi en pleno– firmaron el acuerdo por la paz social y la nueva Constitución. La tensión era tan alta que, estuviéramos o no satisfechos con su contenido, confiábamos en que ese acuerdo permitiría canalizar el conflicto político y frenar una violencia que por momentos parecía invencible. Pocos días antes, las únicas opciones que se veían frente al caos era la renuncia del Presidente o enviar a los militares nuevamente a las calles, con todo lo que esto implicaba.

Recuerdo que esa mañana me subí a un Uber y de inmediato nos pusimos a conversar con el chofer, un anciano de más de 75 años, sobre lo que se había anunciado la noche anterior. Entusiasmado, yo le decía que por fin nuestra clase política estaba saliendo de su aturdimiento inicial y comenzaba a dar muestras concretas de que aún podía encauzar la rabia ciudadana. Él se reía de mi opinión. Sin explicitarlo, se notaba que la consideraba una esperanza ingenua, propia de un joven que aún no conocía la dura realidad. Me decía que todo seguiría igual, que los políticos solo estaban ahí para arreglarse los bigotes y que cuando el miedo se les pasara las cosas volverían a ser como antes. Durante el trayecto hubo un par de frases del chofer que me quitaron cualquier atisbo de entusiasmo, y que fueron algo así como: “con o sin nueva Constitución, yo voy a tener que seguir manejando este auto hasta que no pueda más. Como no tengo ahorros ni hijos y mi pensión no va alcanzar, con mi señora ya sabemos qué hacer cuando llegue ese momento. Vamos a tomar una pistola y acabar con todo esto, porque en este país no hay espacio para viejos pobres”

Visto en retrospectiva, y más allá de la crudeza de sus palabras, el anciano chofer tenía razón en muchos sentidos, pues en Chile aún no hay lugar para los débiles. Algunos, más irresponsables que optimistas, dirán que una nueva Constitución permitirá arreglar las dificultades que llevan a los más vulnerables a tomar este tipo de decisiones trágicas. Sin embargo, muchos de estos problemas exceden por lejos el ámbito de acción de una carta fundamental. Las constituciones son herramientas acotadas, que sirven para limitar el poder político y organizarlo. Ellas nunca podrán resolver la soledad, el abandono y la precariedad –tanto material como emocional– de los invisibles de nuestra sociedad, como los viejos, los niños del sename, los reos y las personas con discapacidad. Quien diga lo contrario está jugando con expectativas imposibles de cumplir, que a la larga pueden desatar una frustración que esta vez sí podría ser incontrolable.

Es probable que el proceso constituyente permita abrir debates de fondo respecto de las necesidades de estos y otros grupos, pero resolverlas también depende de nuestra capacidad para abordar aquellos problemas que no están solo en manos del Estado. Uno de los asuntos que manifiesta más claramente esta realidad –la incapacidad del aparato estatal para hacerse cargo por sí solo de la crisis– es la igualdad de trato. Esta dimensión tiene tanta relevancia que algunos estudios aseguran que la gente tiende a asociar las ideas de dignidad y desigualdad con ella más que con las diferencias socioeconómicas. Entre otras cosas, el trato dice relación con encuentros entre ciudadanos en el espacio público que estén mediados por la horizontalidad y no por el tamaño de la billetera; con jefes que traten a sus trabajadores como personas y al menos sepan sus nombres; con empresas de servicios que no actúen con indiferencia frente a los problemas de sus clientes; con personas que respeten los espacios de la tercera edad, las embarazadas y los discapacitados. No hay ley ni Constitución que pueda obligarnos a tratar bien al que está al lado, así como tampoco habrá dignidad si es que no somos capaces de entender que nosotros, la sociedad civil, también somos responsables de que ella se haga costumbre.

 

El autor es investigador el Instituto de Estudios de la Sociedad

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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