Las fiestas y el Principio Esperanza

  • 24-12-2020

Jesús es el nombre latino de Iehoshua, cuyo apócope es Ieshua o Ieshu (יֵשׁוּעַ). En arameo y en  hebreo Ieshu significa “salvador” o “redentor”. Ese fue el nombre que Miriam (מרים)  traducida como María, eligió para su hijo. Ieshu es el nombre de quien anuncia y transmite la liberación. Cristo es una palabra griega (cristós) que traduce el término hebreo de Meshíaj (משיח) cuy traducción es “ungido” o “elegido”.

Ieshu es postulado como el elegido que trae la redención, la liberación. Un enviado, un testigo  que expresa la esperanza por una salvación ante el terror imperial romano. Un maestro (Rabí) que formula la recuperación de la amistad, de la humanidad. Alguien que simboliza la contracara del daño, de la falta. Que enuncia la presencia de quienes duelen o ven pasar su biografía a través de un velo de sufrimiento e injusticia.

La tradición judía apostó a la llegada de un enviado. De una reparación frente al malestar. Y los tiempos mesiánicos se asociaron siempre con los contextos de opresión. La salvación remitía a un padecimiento generalizado que debía recurrir a la esperanza. Postuló la redención, como una acción capaz de trasmitir algún tipo de curación ante la pérdida. Cordialidad y empatía ante la congoja. Sensibilidad ante la angustia. La relación de Ieshu con sus amigxs expresa ese paradigma de la amistad encarnada en la abnegación. En la posibilidad de que la fraternidad/sororidad fuese la única moneda corriente del intercambio humano. En la promesa del encuentro libre de soberbias, de pretensiones jerárquicas y de mezquindades egoístas.

La periodicidad humana, tan abierta a lo cíclico, dispuso fechas para reactualizar esta pertinaz esperanza. La que convive en una intención superadora de la herida. En la apuesta a un propósito de empatías múltiples en perpetuo desafío de la crueldad. De ahí viene la expectativa del presencia o la irrupción: una llama encendida en la oscuridad de una noche que no sabemos si titila, o su apariencia intermitente es producto de la distancia que la nubla.

Un nacimiento es un ritual de celebración vital. Una ratificación de la persistencia de la vida frente a la negra mancha de la caída. Un vínculo con la trascendencia al interior de lo que se inicia. Un grito de llanto tierno ligado a la rugosidad inicial del cachorro humano. La llegada es un anuncio y es también la antesala de una partida que busca su ilusión en el regreso. Engendrar es la muestra de nuestra capacidad para reestablecer la ligazón con el mañana. Es una forma empecinada de hacer frente  al padecimiento circundante apelando a la  luminosidad como proyecto. En términos existenciales es una de las manifestación del deseo y la aspiración que arrastran el tiempo hacia el futuro: nuestra desgarrada consciencia del final es permanentemente retada por esta imagen de la resurrección humana.

Transitamos con la esperanza arraigada en determinadas fechas. Son subterfugios. Hitos de una frecuencia que busca aproximarnos mientras se afronta el delicado devenir de los días.

Los nacimientos, las natividades, los años nuevos, en todas las culturas, son el ritual cronológico de un tiempo propuesto por la especie humana para renovarse frente al espejo de la vida. Poseen una capacidad de doble movimiento. De balance y de proyecto. Nunca es sencillo lidiar con el dolor, con los números de seres humanos abatidos, con la pérdida que agiganta el temor.

La verdadera comunión, la autenticidad del encuentro, radica en una disposición de ilusión realizable: el aferrarnos a un coincidencia liberadora cuya sacralidad remite a la forma superior de la emoción, que solemos denominar como amor.

La continuidad del tiempo nunca nos ofrece un salto preciso. Son simples fechas en un calendario dividido por la torpeza demográfica o cronológica de quienes buscaron instituirse como dueños del devenir. Somos nosotrxs, sus transeúntes quienes apostamos sobre futuros. Los que ponemos las ganas y apostamos por un espacio para (re) construir, una nueva oportunidad para junto a lxs justos, lxs más sensibles, lxs más humildes, lxs más débiles.

No hay esperanza en la negrura. Su cometido, el que conjuga la expectativa de un vivir superior, sólo arraiga en el destino posible de algo que limpie los dolores inútiles, fabricado por nuestrxs congéneres: una vida más buena supone desenmascarar a los portadores de la maldad  y al mismo tiempo rescatar de la confusión a los desorientados. Quienes implantan al desesperanza imponen un presente perpetuo, destinado a la continuidad de las oscuridades que benefician a los privilegiados.

De ahí que la esperanza incluye la crítica. Su proyecto implica un antagonismo con la maldad. Un duelo contra la indiferencia, contra el egoísmo, contra el descreimiento y la ausencia de compasión. La esperanza solo puede postularse en contradicción con aquello de la realidad que debe ser revisado, cambiado, derrotado. La esperanza auténtica conlleva un cuestionamiento de lo real existente. Es por eso que se atreve a imaginar otro mundo posible mediante la renuncia aun presente perpetuo.

En 2020 la esperanza se atrinchera con el objeto de recriminarle a la sombra su espacio de de amenaza. Su prerrogativa de contagio y de muerte.  La peste nos señaló con dedos sucios de advertencia y la esperanza tiene forma, otra vez, de ciencia, de vacunas, de investigadores que buscan los anticuerpos de un virus que no es solo epidemiológico. Una enfermedad que sigue cuestionando (y temiendo) a la solidaridad por la intrínseca capacidad que posee esta última para potenciar la esperanza.

La epidemia mostró la herida no curada de varias incisiones previas. Mientras la tragedia se sucedía los discursos del odio ascendieron hacia los conocidos territorios del racismo (eufemizado en Argentina como anti peronismo o anti-kirchnerismo), el terraplanismo pre conciliar, la infectadura o el epigrama paranoico de los antivacunas. Esto son los sectores que desprecian la esperanza. Son quienes pujan por la continuidad de sus prerrogativas y se desviven por elaborar justificaciones orientadas a justificar el imperio brutal de su egoísmo. Compran voluntades de (pseudo) comunicadores para instituir pragmatismos ciegos, discursos tecnocráticos y frases continuas orientadas a confundir, dividir y asesinar la esperanza. Se presentan con ropajes de brillo y amistades imperiales con el único cometido de producir derrotismo, desesperanza e inmovilismo.  Con esas herramientas logran darle continuidad al  desfalco económico institucionalizado y la persecución a lxs compañeros que los enfrentan, algunos de los cuales sufren detenciones políticas sin poder compartir la Navidad con su seres queridos.

La esperanza no es un tema de religiosidades ni de feligresías. Es una forma de sobrevivencia para quienes son parientes (y pacientes) de la espera. Como sugirió Ernst Bloch, la esperanza es un principio de la voluntad, del deseo: un tatuaje que se inscribe en el íntimo compromiso de una mujer, de un hombre, de una generación, de un pueblo. Un supuesto asociado a la generosidad, al rostro de lo que nace más limpio. Un emblema cargado de expectativas de amistad, de belleza y de amabilidad.  Una trayectoria biográfica más íntegra. Un porvenir menos gris. Unas reglas menos maliciosas, dispuestas para la libertad de unos pocos y la infelicidad de la inmensa mayoría de la  humanidad.

La esperanza es bifronte. Espera al mismo tiempo que produce. Sabe transitar el tiempo y teje con ojos cansados el abrigo de su futuro. Sin esperanza somos presa fácil de los capitostes mezquinos del poder y de sus secuaces, los maniquíes quirúrgicos del showbusiness. Es verdad que el amor vence al odio. Pero esa es una conjetura válida a nivel estratégico. A nivel táctico, la amabilidad frente a los poderosos puede ser descifrada como debilidad o pasividad. Y la ingenuidad no se lleva bien con la esperanza: debemos soñar; pero solo a condición de ser responsables de construir sistemáticamente esos sueños. Y eso es un compromiso de fortalezas. No de vacilaciones.

La esperanza no puede renunciar a la memoria porque este es su combustible más pródigo. Recurre a los gestos piadosos del pasado para empoderarse. Vuelve tras de si para encontrar el poder simbólico que nos legaron nuestros ancestros. Intuye una melodía que atraviesa el tiempo. La redención que propone la tradición mesiánica nos convoca al canto colectivo, a la reminiscencia de la amistad junto a la naturaleza, al medio ambiente libre de depredación y al juego erótico de la sonrisa. Suficientes razones para plantarse activamente ante la maldad organizada, ofrecerle resistencia, y no abandonar la disputa (áspera pero hermosa) por construir  un hogar más vivible y tierno para todxs. La esperanza tiende la mano cronológica hacia el futuro. Pero embarra sus dedos para articular ese porvenir con el presente.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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