Durante los últimos días nos ha tocado ver dos situaciones que nos han horrorizado: el asesinato de un joven artista callejero en Panguipulli y la situación que han vivido cientos de personas que han llegado a Colchane, cruzando la frontera con Bolivia hacia Chile, en busca de protección.
En la audiencia de formalización del carabinero que disparó en Panguipulli, la Fiscalía acreditó, como mínimo, que el último disparo que realizó y que le causó la muerte al malabarista fue innecesario debido a que él ya se encontraba reducido en el suelo, por lo cual fue formalizado por homicidio simple.
Más allá de la importancia de que se investigue debidamente el caso particular, esto revela nuevamente un problema estructural: la forma en que opera Carabineros de Chile, y el hecho de que no haya tenido ningún cambio significativo desde el fin de la dictadura. Habiendo operado por décadas en un contexto de escasa transparencia y rendición de cuentas y con una marcada tradición de impunidad, se ha perpetuado un actuar en que las violaciones de derechos humanos son habituales, incluso antes del periodo del estallido social.
Necesitamos urgentemente una nueva policía, cuyo actuar en todos los niveles tenga en cuenta las obligaciones de derechos humanos, que tenga un control efectivo por parte del poder civil, y que mantenga estándares elevados de transparencia y rendición de cuentas, no solo hacia las autoridades, sino también a la ciudadanía. Una policía que nos proteja y que entienda que violar derechos humanos es siempre inaceptable, no es un “mal necesario” para poder controlar el orden público.
Por otra parte, la crisis humanitaria que se generó en Colchane ha sido enfrentada por el gobierno de la peor forma. No se trata de personas que vienen a Chile porque se les ocurrió no más. Si estas personas se arriesgaron a hacer el viaje por tierra, en medio del “invierno boliviano” en el altiplano, con una pandemia en curso, es porque necesitan protección. Por ejemplo, muchas provienen de Venezuela, país donde Amnistía Internacional e incluso el propio gobierno de Sebastián Piñera ha identificado graves violaciones de derechos humanos a todo nivel, y que llegan a Chile en busca de protección.
No obstante, la respuesta del gobierno ha sido dirigida a impedir que entren – incluyendo el recurrir al apoyo de militares – y a expulsar a quienes ya entraron, forzándoles a volver a sus países de origen. Al momento de escribir este editorial, más de 100 personas, principalmente venezolanas y colombianas, ya fueron expulsadas de Chile, con gran publicidad. Tenemos información de que, en algunos de estos casos, se habían interpuesto recursos de amparo ante los tribunales, y que fueron expulsadas de todas formas pese a que los recursos aún no se habían resuelto.
Al expulsar grupos completos de personas que llegan a Chile en busca de protección, el Estado de Chile está en riesgo de haber incumplido dos principios fundamentales en materia de derechos humanos de personas migrantes y refugiadas: la prohibición de realizar expulsiones masivas (al no hacerse un análisis detallado caso a caso y no considerar los recursos judiciales pendientes en algunos de esos casos), y el principio de no devolución, que exige que si una persona está solicitando asilo, no sea devuelta forzosamente a su país de origen sin un análisis exhaustivo de antecedentes, para no exponerla a nuevas vulneraciones de derechos.