La última encuesta nacional de salud evidencio que un 74% de la población chilena posee sobrepeso u obesidad, según parámetros biológicos como peso para la talla según sexo y edad. Diversos estudios exponen que las personas con problemas de peso están expuestas a experimentar discriminación médica y social debiendo lidiar no sólo con problemas cotidianos, si no que por su apariencia física además con prejuicios y etiquetas.
A raíz de esto surgen movimientos como body positive (cuerpo positivo), activismo gordx, y TheFatUnderground, entre otros, que intentan cuestionar algunas construcciones socioculturales naturalizadas en la sociedad. Estos movimientos impugnan los cánones de belleza y los estereotipos sociales sobre los cuerpos que son instalados y promovidos por la industria y los medios de comunicación. También plantean cuestionamientos al sistema médico hegemónico. Desde una mirada crítica, apelan a la salud mental y abogan por la importancia de la aceptación corporal.
Muchas de las críticas que instalan estos movimientos sobre los cánones corporales y el sistema sanitario son atendibles. Desde una historia cultural, la historia moderna de obesidad está atravesada por la arbitrariedad de fijar un límite entre lo “normal”, el sobrepeso y lo obeso. Es cierto que el origen de esta distinción no responde a criterios sanitarios, sino económicos (fueron creadas por las compañías de seguros de vida), y que la métrica peso talla supone cuerpos universales. También es necesario prestar atención al cuestionamiento de la medicalización de los cuerpos y la alimentación, que se ha naturalizado progresivamente desde el siglo XIX a la actualidad y que tiende a patologizar los cuerpos diversos. En definitiva, estas aproximaciones critican una cierta perspectiva punitiva que el sistema médico hegemónico ejerce sobre los cuerpos obesos.
Si bien es cierto que los sistemas de salud deben repensar su forma de afrontamiento de la obesidad, no deja ser un hecho alarmante cómo ha crecido, desde mediados del siglo XX, este problema en el mundo. Asimismo, no hay duda de la relación directa entre la obesidad y las principales causas de morbilidad, mortalidad y discapacidad precoz. Independiente de dónde ubiquemos el umbral de la obesidad, los cuerpos gordos se han multiplicado de forma vertiginosa, y eso repercute tanto en la salud de la población como en la calidad de vida de las personas.
En este sentido, los discursos reivindicativos sobre las corporalidades gordas que cuestionan la hegemonía de los cuerpos delgados y la estandarización de la biomedicina (índice de masa corporal, peso, talla, circunferencia abdominal y otros), plantea la preocupación que la población no asuma los riesgos fisiopatológicos de la malnutrición por exceso, temiendo que haya una falsa sensación de no riesgo frente a la obesidad. ¿Cómo desatar este dilema?
Muchas de las personas que consiguen un peso “normal”, lo hacen a costa de cirugías, fármacos, desviaciones de la conducta alimentaria o dietas excesivamente restrictivas. Esto refleja parte de las complejidades del problema, que incluye la falta de algunos conocimientos y habilidades para llevar adelante prácticas saludables. La presión social de ser aceptado en una comunidad en que los cánones de belleza están vinculados al estatus social, pone en evidencia que el peso es un dilema para un alto porcentaje de la población; no sólo en términos de un exceso de peso, sino también en una malnutrición generalizada, que varía de acuerdo al nivel económico, social y cultural de individuos y comunidades.
La determinación categórica del cuerpo “normal” como delgado y bello, que es promovida por los medios de comunicación y la industria, suele estar asociada a productos y servicios que se ofertan en el mercado, indicados como el medio para alcanzar estos parámetros. Sin embargo, cuando los productos, dietas y estilos de vida propuestos para lograr dichos cuerpos normalizados no son efectivos, el fracaso es atribuible al individuo.
En este sentido, el discurso hegemónico (de la industria, los medios de comunicación y parte del sistema sanitario) trata a la obesidad como un problema individual, producido por falta de voluntad de quien no realiza ejercicio, no sigue una dieta particular o no logra evitar la ingesta cierto tipo de alimentos. Este discurso no considera que detrás de esas elecciones y decisiones exista un proceso en el que interfieren no sólo factores inherentes al individuo, sino también factores del ambiente físico y social que lo rodea. La obesidad es un problema de salud multicausal en la que diversos conductores convergen para su ocurrencia.
No es aceptable promover un discurso social de libertad de elección (como la consigna “elige vivir sano”), cuando no hay disponibilidad ni acceso a alimentos saludables. Tampoco es posible “elegir” realizar actividad física en el espacio público sin la infraestructura urbana adecuada, la cual varía de forma alarmante de acuerdo al nivel de pobreza de la comuna. La elección tensiona el deseo con la realidad cuando la publicidad nos insiste, varias veces al día, que para lograr la felicidad debemos consumir alimentos poco o nada saludables, pero puestos en bocas de cuerpos perfectos. Imposibilidad que se desplaza a las campañas que promueven estilos de vida saludables, mostrando veredas y ciclovías amplias, rodeadas de vegetación, casas de gran tamaño, ninguna de las cuales son la realidad de la mayoría de la población. Por el contrario, cada vez más estamos expuestos cotidianamente, y durante todo el curso de nuestras vidas, a ambientes obesogénicos de los que es difícil zafarse.
La solución no es simple, requiere un cambio de paradigma, modificar una realidad discursiva instaurada en la sociedad sobre la concepción y significación del comer y los alimentos. El sermón sobre los alimentos ricos y los desagradables, lo sano y no sano, las preparaciones entretenidas o aburridas, debe modificarse. Estos discursos requieren ser observados bajo múltiples miradas, que transitan desde las subjetividades a dimensiones más estructurales: nuestra historia, las culturas, las políticas públicas, los espacios urbanos, la infraestructura de las ciudades y los constructos sociales, entre muchos otros, se enraízan en problema y por ende también son parte de la solución.
La invitación no es a cuestionar o rechazar los cuerpos diversos, sino a retomar una relación más sana con la alimentación, reencontrándose con el placer de comer un plato de comida casero preparado y compartido con nuestros colectivos. Simultáneamente, implica cuestionar la perspectiva individual y culpabilizadora de la malnutrición, visibilizando la determinación estructural de los ambientes alimentarios y nuestras posibilidades de acceso (económico y físico) a alimentos saludables.
La responsabilidad estatal, por otra parte, radica en garantizar que todas las personas tengan el derecho fundamental a una alimentación inocua, saludable, sostenible, que cubra sus necesidades biológicas y nutricionales, respetando sus tradiciones sociales y culturales, otorgando en forma permanente, la disponibilidad y el acceso, tanto físico como económico, a alimentos que satisfagan este derecho. Esto implica que es deber del Estado proveer, mediante intervenciones estructurales, ambientes alimentarios saludables construidos sobre una soberanía alimentaria.