Se ha instalado el debate sobre la existencia de “presos políticos” a propósito del estallido social y de la procedencia de un posible indulto general y/o amnistía, producto de un proyecto de ley en actual tramitación en el Senado (PL-Boletín Nº13941-17). Generalmente conservadores y seguidores de teorías que propician la seguridad ciudadana como valor en sí mismo (y no como medio para la consecución de fines), la han negado afirmando que estamos sólo frente a una delincuencia común.
A modo ejemplar, el candidato a Gobernador de la derecha por Antofagasta, en una entrevista de un medio local se preocupó de reiterar -en tres o cuatro oportunidades- que en Chile no existen presos políticos, replicando con ello el discurso del Presidente de la República en su última cuenta a la Nación. El argumento al que se echa mano es que sólo sería preso político aquél que se encuentra privado de libertad por lo que piensa y, en estos casos, los jóvenes presos “hicieron cosas”. Al parecer esta tesis también habría seducido al Senador por Antofagasta don Pedro Araya, quien ha sido recientemente interpelado por la Agrupación de las Madres de la Plaza Colón de Antofagasta.
Debemos a la Ilustración y al Iluminismo que formas aberrantes de imputación penal conocidas en la antigüedad y en el medioevo hayan sido proscritas de un derecho penal liberal. El viejo brocardo cogitationis poenan nemo patitur (el pensamiento no delinque) que encontramos en el Digesto (48.19.18) se hace carne en esta época, por lo que reducir hoy la categoría de delito político sólo a casos en que se castiga la libertad de conciencia, es presentar un argumento más propio del desarrollo de la civilización, que de la existencia de un delito político. Si el pensamiento no delinque, ni siquiera cabe hablar de la existencia de un delito.
Se habla de un delito político, entonces, cuando estamos frente a hipótesis en que el autor realiza uno o más actos que atentan contra bienes jurídicos, pero bajo motivaciones políticas.
Del delito político, podemos encontrar antecedentes en Grecia, Roma, en el Derecho germánico, en el Derecho común, en el Derecho español (fuente del Derecho penal chileno) y en nuestro derecho, y en toda su evolución “…no ha podido sustraerse de las transformaciones del mundo…” (Jiménez de Asúa). Es una categoría muy trabajada en la doctrina penal por sus implicancias y para distinguirla del delito terrorista, que es una categoría muy diferente, de naturaleza más criminológica que jurídica.
Son delitos políticos -nos enseña Montoro Ballesteros- aquellos que “…con independencia del bien jurídico contra el que atenten (vida e integridad de las personas, propiedad, seguridad en general), son cometidos exclusivamente por un motivo o finalidad políticos”. Este concepto lo construye siguiendo a insignes penalistas como Carmignani, Ferri y Paoli en Italia; Holtzendorf y Radbruch en Alemania; Quintano Ripollés y Luis Jiménez de Asúa en España, quien a propósito de esto escribió: “De cuantos puntos de vista se han ensayado para definir el delito político, me parece más certero el criterio subjetivo del móvil, que tiene rancio abolengo en los escritos franceses. La infracción política no se caracteriza por su objetividad, sino por el motivo que anima al transgresor de la norma, y así un regicidio perpetrado por venganzas personales es un delito común y un homicidio o un incendio cometidos con el designio de cambiar un régimen o anular una dictadura, es un delito político”.
Si bien en un Estado de derecho, con una democracia plena o perfecta es difícil concebir la ocurrencia de delitos políticos, no es extraño que en una democracia imperfecta -como la ha calificado Agustín Squella-, incapaz de dar respuesta a demandas sociales, captuada por una clase política que ha profitado obscenamente del aparato del Estado hasta lograr el profesionalismo en ello, presente fenómenos sociales que resultan ser disruptivos en relación al “orden establecido” que es, precisamente, el blanco de ataque del delito político. El delito político no ataca las bases de convivencia social, como lo hace el delito común, sino que el “orden establecido”. De ahí que siempre se haya sostenido que el fondo ético de un delito común es diametralmente diferente del contenido ético de un delito político.
Felipe Berrios s.j. ha sostenido que “Lo que se inició el 18 fue un estallido y los estallidos uno sabe cómo comienzan, pero no sabe cómo terminan. La violencia es irracional, pero el estallido tenía algo de ético, la gente que salió a las calles algo tenía que decir. Y muchos de quienes estuvieron en la parte violenta, son muchachos a los que el sistema dejó fuera y que no tenían nada que perder, porque no tenían futuro, presente, no nos preocupamos de ellos (…) se les ha negado su futuro, no tienen sueños; han visto cómo han sufrido sus familias, viven en ambientes feos y eso es lo que quieren cambiar”.
El proceso constituyente que hoy se encuentra en marcha, es producto de la disrupción, quiebre y estallido social, y no de un programa político de transformación social que se haya propuesto al país. Los hechos han demostrado que el sistema institucional nunca estuvo interesado en atender las demandas sociales, lo que produjo una acumulación de descontento a tal nivel, que la energía social se manifestó de forma disruptiva y violenta, en forma paralela a los canales institucionales, a través del estallido social que desencadenó un inédito proceso político en Chile.
No podemos seguir engañándonos: Sin el estallido social (primera línea y molotov incluidas), no hay proceso constituyente. Y el proceso constituyente es la impugnación del orden establecido.
En consecuencia, el mejor y más palmario argumento para sostener que los actos cometidos por las personas en el contexto del estallido social y posterior represión estatal, son actos con significacion política es que producto de estas movilizaciones sociales, se logró impugnar el orden político vigente, que luego fue ratificado por el 80% de los electores que concurrieron a las urnas a pedir que una asamblea -diferente al parlamento- escriba una nueva Carta Fundamental a partir de una hoja en blanco. Palabras como abuso, colusión, dignidad, represión, o frases como “no son 30 pesos, son 30 años”, “evade como Piñera”, e inclusive acrónimos como “ACAB” o “1312” dejan claramente establecida esta premisa.
Por tal razón son y deben ser considerados presos políticos todas aquellas personas cuyas imputaciones penales estén en el contexto del estallido social (temporal, material y teleológicamente), pues sus motivaciones no tuvieron por finalidad atentar contra las bases de la convivencia social, sino que atacar el órden político establecido, cuyas prioridades no han estado en las necesidades de la población, sino que en la defensa corporativa de su propia clase política profesional, al punto tal que su primera reacción fue reprimir con severidad las manifestaciones sociales, violar sistemáticamente los DDHH de las y los manifestantes, y criminalizar la protesta social a través de la Ley Nº21.208.
Claudio Nash, profesor de Derechos Humanos de la Universidad de Chile, ha calificado el caso de las prisiones preventivas de la primera línea de Santiago, como un ejemplo de prisión política en Chile.
Las y los 155 convencionales que se instalarán en el Palacio Pereira en pocas semanas más, deben saber y tener plena conciencia que fueron electos y ejercerán sus funciones gracias al estallido social, que ha costado vidas, múltiples lesionados, daños oculares irreversibles, violaciones a los DDHH y privaciones de libertad a jóvenes que estuvieron dispuestos a enfrentarse contra ese orden establecido del que han profitado los profesionales de la política.
Las y los parlamentarios en ejercicio, así como los “profesionales de la política” que suscribieron el acuerdo del 15 de noviembre, deben asumir que el salto de torniquetes, el estallido y revuelta social es, en gran parte, responsabilidad de ellos y un mínimo de decencia ética los debe conminar a reconocer la prisión política de los manifestantes y tramitar un proyecto de ley que permita indultar a todos aquellos que hoy se encuentran sometidos al sistema penal, pues la paz social es responsablidad de quienes deben adoptar decisiones, y hasta ahora, los números siguen estando en rojo para ellos.