Este martes, la Cámara de Diputados aprobó el proyecto de ley que repone el voto obligatorio. De este modo, se da el primer paso para terminar con la voluntariedad, vigente desde 2012, y que se ha traducido en la baja participación en todas las elecciones desde entonces. Eso incluye al plebiscito constitucional de octubre de 2020, porque tampoco podría sostenerse que el 50 por ciento de concurrencia sea satisfactorio.
Es evidente que la modalidad vigente, además de restarle legitimidad a todas las autoridades elegidas democráticamente en la última década, porque se les suele imputar que están en sus cargos por la minoría del padrón, se traduce en la sobre-representación de los sectores acomodados, como se vio de manera elocuente durante la última elección de gobernadores en la Región Metropolitana. Las comunas acomodadas, cuyo volumen de votos le dio legítimamente la victoria a Claudio Orrego, tuvieron niveles de participación mucho más altos que las comunas pobres. Si una gran diferencia entre las democracias y sistemas previos como el feudal es que todas las personas valemos un voto y que por lo tanto podemos incidir en las decisiones políticas independientemente del tamaño de nuestros bolsillos, en este caso esa premisa ya no se cumple, porque en los hechos el votos de los ricos están valiendo (porcentualmente) más que los de los pobres.
Cuando señalamos esto, no estamos desdeñando en absoluto que el problema de la afección de la ciudadanía con la política no se resuelve solo con obligaciones, sino también con una capacidad de convocar en donde transversalmente las fuerzas políticas se han mostrado incapaces. Pero no es una cosa o la otra: se puede caminar y mascar chicle y es perfectamente compatible la renovación del trabajo de los partidos con la obligatoriedad del voto.
Llama también la atención que algunos diputados hayan referido a la libertad como un argumento para mantener el voto voluntario, porque si hay algo que nos demuestran los últimos 40 años es que, más allá de lo que diga el papel, no somos iguales y que el modelo nos entrega condiciones muy disímiles para ejercer nuestras supuestas libertades. Dicho de otra manera, es difícil que los sectores populares puedan elegir genuinamente participar cuando el sistema no le ha dado sentido a su voto, pues no les ha permitido cambiar sustantivamente su realidad, y tampoco les ha otorgado la posibilidad de discernir sobre la relación entre las decisiones electorales y el rumbo del país, como si lo tienen claro las comunas más acomodadas. Salvo que se piense que los habitantes del llamado barrio alto son per se, o por obra de fenómenos como la cota mil, más politizados que los de La Pintana.
Esperamos que este proyecto pueda avanzar en el Parlamento lo más rápidamente posible. Y respecto al argumento de que sería precipitado hacerlo antes de las próximas elecciones, sabiendo que es un asunto legítimamente opinable, al menos desde este rinconcito consideramos que para un asunto como éste siempre es un buen momento. Y que mientras antes se pueda corregir lo que parece una evidente debilidad de nuestra democracia, tanto mejor.