Una vez más ha fallecido en la zona de Colchane una persona que intenta ingresar a Chile buscando trabajo y vida digna. Pierde la vida en la frontera, en el sector de Cerrito Prieto, al costado del Complejo Fronterizo Integrado, don Antonio Pocoana Mendoza, de 63 años. Escribimos su nombre para que no se pierda nuevamente en la generalidad de su nacionalidad o en la bruma que señala a la migración como la invasión que interrumpe la vida chilena.
Insistimos en nombrarlo, pues no se trata de un nadie, sino de un hombre cuya existencia merece y merecía respeto, reconocimiento y consideración. Pierde la vida en una zona fronteriza que separó forzadamente a la población aymara de ambos territorios impidiendo su libre circulación, al mismo tiempo que la ha dejado abandonada a su suerte en medio de las alturas de la cordillera.
Don Antonio es la octava persona que fallece en este último tiempo en el sector de Colchane, en la ruta de un trayecto migratorio caracterizado por las múltiples violencias provenientes de las desigualdades estructurales que han sido construidas por los Estados y por sus instituciones.
La muerte de don Antonio Pocoane se suma a tantas otras de quienes se desplazan por el mundo con la esperanza de vivir. Y Chile no está fuera de esa realidad, pues desde los años 90 ya es un país de inmigración que ha recibido a mujeres y hombres de nuestra región que aportan a la construcción del país y participan de nuestra sociedad, a pesar de los sufrimientos experimentados por el hecho ser migrantes.
Las políticas restrictivas que han hecho de la irregularidad una acusación permanente logran construir discursos de odio que, en períodos de pandemia, tienen mayor efecto contra las personas migrantes debido a las penurias que provocan la cesantía y la falta de trabajo, cuando las políticas de salud pública han sido y siguen siendo completamente erráticas. Es muy fácil culpar a quien está en una posición desventajosa, más aún cuando no posee la documentación para circular y trabajar. Luego, apuntar con el dedo y buscar castigos se convierte en una costumbre.
Las autoridades, en un cambio de roles racista e intencionado, culpan a quienes ha violentado y los hace disputarse las culpas entre sí, en un juego perverso que utiliza a su favor. La normalización de ese discurso acusador neutraliza la solidaridad, al punto de que lo que le pueda ocurrir a una familia, a una mujer o un niño(a) proveniente de la migración, es algo que no importa o en lo que ni siquiera se piensa.
La normalización de esta violencia es un hecho particularmente grave, pues ella es resultado del modo en que tanto las autoridades como los medios de comunicación y las redes sociales tratan los problemas. Cuando se esgrime al “gasto” en salud o en educación para señalar que se debe privilegiar a los nacionales y en este caso a los chilenos, se comete el error de pensar que somos una sociedad “única” conformada únicamente por nosotros(as). Así, cualquier desgracia que nos ocurra en un país que no fuese el nuestro y en donde seamos mirados y sentidos como “inferiores”, podría tener resultados similares a lo que le ha ocurrido a don Antonio.
El racismo es un sistema de dominación que tiene múltiples aristas. El nacionalismo supone que sigamos buscando la falsa idea de una superioridad nacional chilena “blanca y europea”, que solo ha servido como castigo y exterminio a nuestros propios pueblos. Pero también vale considerar los procesos de securitización que dejan ver la fuerza de la violencia en las fronteras cuando se abren al paso de mercancías y de inversiones y se cierran a la posibilidad de abrirse para que las personas puedan vivir. Duele una muerte más. Duele la vida perdida de don Antonio Pocoana.
Sobre los autores: María Emilia Tijoux, Proyecto Anillos Soc180008 U. de Chile; Eduardo Cardoza, Movimiento de Acción Migrante (MAM).