Topofilia: conocer, amar, cambiar

  • 01-07-2021

Cuando la lluvia humedece la tierra, emana del suelo un aroma único que todos podemos reconocer y llamamos olor a tierra mojada, ignorando muchas veces que existe una palabra que resume la sensación: petricor. Y cuando estamos lejos de nuestro terruño y lo extrañamos con cariño, seguramente no sabemos que ahí opera un sentimiento al que alude otra palabra poco frecuente, la topofilia, que un geógrafo definió como “todo lo que está relacionado con las conexiones emocionales entre el entorno físico y los seres humanos”.

Jugando con la imaginación, ejercicio que en estos tiempos de encierro pandémico puede ser recurrentemente triste, poniéndome en un hipotético caso de tener que emigrar fuera del país, pensaba en “aquellas pequeñas cosas” que adornan mi vida y que debieran caber en la maleta. Entonces, aparte del tamaño, la elección se basó en un criterio impajaritable: tenían que ser objetos que hicieran alusión a los lugares a que he (y que me han) pertenecido, lugares amados… topo-filia.

Hemos escrito -por ahí y por allá- que pareciera ser parte de la naturaleza humana aquello de dimensionar mejor o, quizás, valorar en su justa medida a las cosas y a las personas cuando las perdemos, cuando un vacío o un silencio nos hace comprender que la nada también es parte de la existencia. Lo digo porque, seguramente, es posible que cuando nos mudamos de casa, de barrio o de ciudad, recordemos con mayor afecto elementos o situaciones que en su momento pasamos por alto. Algo así como que, matemáticamente hablando, ese amor fuera inversamente proporcional a la proximidad. Sin embargo, sabemos, el cariño se genera y se construye en la relación, en el encuentro.

No se ama lo que no se conoce. Si la topofilia es la conexión emocional con el lugar, para que tal ecuación se cumpla es menester primero conocer el entorno. Por ejemplo, entre otras cosas, ocurre con la globalización que muchas veces estamos bien enterados de cómo son ciudades o países lejanos, de cuáles son sus lugares más destacados y cuáles las costumbres de sus gentes. Eso es notable. Pero, a la vez, la misma globalización y otros factores contemporáneos nos han llevado a minimizar los lazos con lo más próximo. Desde antes de la pandemia por el Covid19, ya muchas voces alertaban sobre este proceso. Luego, cómo se va a querer la vecindad, la barriada, la ciudad donde se habita, si no las sabemos.

De ahí la importancia de las iniciativas que promueven lazos entre los habitantes y su entorno, se trate de contextos educativos formales o no. En esa línea de acción se sitúan los profesores que llevan a sus estudiantes a caminar la ciudad; o las instancias ciudadanas, como Cultura Mapocho, que invitan de manera abierta a recorrer las calles y reencontrarse con la historia; o programas como Quiero mi Barrio, que instan al reencuentro vecinal en el espacio público.

Entonces, la conexión emocional con el lugar, la topofilia, no nace por generación espontánea. Hay que cultivarla. Y no sólo porque es bonito y agradable estar enamorados; además, porque cuando amamos el entorno en que vivimos, también estamos reafirmando nuestro ser mismo, en tanto no somos sino habitando, viviendo, lugarizando.

Pero hay más cosas, por ahora, que complementan la alimentación del cariño por el lugar. No se trata sólo de conocer. En los países latinoamericanos, por cierto en Chile, nuestras ciudades están marcadas por un fuerte desequilibrio socio-espacial. Como decimos coloquialmente, el chancho está mal pelado. ¿Cómo podríamos enamorarnos del barrio, aún bien conociéndolo, si en vez de plazas tenemos sitios eriazos, calles oscuras, pavimentos rotos, ausencia de arbolados? Podríamos averiguar cuánto de los resultados de los más recientes procesos eleccionarios en nuestro país, en la capital en específico, nos muestran también que, en el desencanto de la gran mayoría de la población y sus deseos de cambio, un no despreciable elemento lo juega ese injusto paisaje urbano que, incluso, se ha podido cartografiar.

Dicho lo anterior, resumiendo un poco, el cultivo de la topofilia, por un lado, implica conocer los lugares donde vivimos y donde nos movemos; y, por otro, generar también condiciones dignas para el habitar democrático. Construir ciudades justas. Está claro que lo material no basta para esos propósitos. Un castillo o un palacete pueden ser, en términos estéticos y físicos, un bonito espacio para resguardarnos de las inclemencias exteriores. Pero sin relaciones sanas entre los que ocupan su interior, pueden ser también un bello calvario (quizás nos ilustra este ejemplo la reciente historia del príncipe Harry y su esposa Meghan). Aquí es donde entra a jugar la propuesta de fomentar relaciones sociales saludables y virtuosas entre quienes habitan un lugar, la buena vecindad que le llaman.

Y qué dicen respecto a estos temas los programas de los candidatos actuales a dirigir el país. Tarea para la casa.

Vólker Gutiérrez A.
Periodista/Profesor
Fundador y presidente Cultura Mapocho
Director Letra Capital Ediciones

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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