La demanda para que el Estado responda por las violaciones a los derechos humanos ocurridas en el marco de la revuelta que inició en octubre de 2019, así como las perpetradas en el marco de la militarización del Wallmapu, se ha instalado en el debate público.
Esta semana, dentro de la Convención Constitucional, se aprobó el funcionamiento de la «Comisión de Derechos Humanos, Verdad Histórica y Bases para la Justicia, Reparación y Garantías de No Repetición» que, entre sus objetivos, plantea “proponer las bases para un sistema plurinacional de rango constitucional de protección de los mismos; promoviendo garantías de no repetición de vulneraciones de estos derechos”. Además, también propone “una visión histórica para el establecimiento de los principios relativos al derecho a la verdad, justicia, memoria y reparación, de manera que se garanticen en la nueva Constitución, y que siente las bases del proceso constituyente”.
Esta declaración de objetivos y las propuestas asociadas generaron inquietudes entre algunos expertos en derechos humanos, quienes plantearon su preocupación de que tanto la Convención como los constituyentes puedan salirse de sus atribuciones o incluso constituirse de facto en el rol de calificar o implementar reparaciones hacia las víctimas. Estas inquietudes sin duda están fundadas y resultan valorables para contribuir a delimitar el alcance de la comisión creada y focalizar su trabajo. No obstante, consideramos necesario este debate que viene a hacerse cargo de la demanda de la ciudadanía en relación a tomar una postura ética frente a las violaciones a los DDHH que anteceden (y coexisten con) el proceso constituyente y para canalizarlas hacia la consagración de principios de derechos en la nueva constitución. No lo vemos como una discusión técnica entre especialistas que pudiese poner en duda los principios universales en materia de derechos humanos, sino más bien la manifestación de un anhelo (re)fundacional en materia de respeto a los DDHH que supone la Convención Constituyente.
El paradigma de la Justicia Transicional, que ha promovido los principios de verdad, justicia, reparación, memoria y garantías de no repetición, ha mostrado que, en contextos posteriores a regímenes autoritarios y violaciones masivas contra los derechos humanos, los mecanismos institucionales tradicionales para procesar la demanda de justicia no son suficientes por diversas razones: En primer lugar, se trata de crímenes masivos, que impactan a las víctimas directas, pero también conmocionan al entorno social. En segundo lugar, el victimario no es un individuo, sino el Estado, sea esto a través de sus acciones o por su omisión en su deber de proteger a las víctimas. Por último, porque el daño causado requiere un abordaje integral que permita que sean reconocidas públicamente y restituidas en su dignidad y derechos, precisamente porque los crímenes cometidos en su contra despojaron esa condición de mínimo respeto a su condición política y humana.
Para enfrentar esos contextos, el Estado y sus instituciones deben entregar señales claras ante las víctimas y la sociedad de su posición ética frente a los crímenes cometidos en el pasado. Para esa definición ética no debería haber límite temporal ni de funcionamiento. En una columna reciente, la vocera de la organización de ex prisioneros y prisioneras políticas, Haydee Oberreuter, señala que el Estado tiene la obligación de “abordar las urgencias y consecuencias derivadas de la violencia estatal ejercida contra la sociedad en todo momento y en todo lugar, pues es a partir del reconocimiento de la justicia, de la verdad, de la memoria y de la reparación donde comienzan a cimentarse las verdaderas garantías de no repetición.” Es por ello que estos principios no deben pensarse exclusivamente como “transicionales”, sino que deben erigirse como principios públicos del Estado, y ello supone tener una institucionalidad que los lleve a la práctica de manera permanente.
Para ello, si bien no hay “recetas”, la experiencia comparada nos muestra que los modelos de Comisiones de Verdad creados en Chile (Rettig y Valech) están lejos de diversas experiencias y desafíos que han llevado adelante organismos de este tipo en el mundo. En Brasil, la Comisión de Amnistía funcionó en forma permanente y llevó a cabo audiencias públicas en las que se le daba una alta importancia a la dignidad y el reconocimiento político de las víctimas, y funcionó de manera itinerante para acercarse a diversos territorios. En Colombia, la “Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición” ha funcionado con la participación directa de las organizaciones de víctimas e incorporó criterios específicos para el trabajo con pueblos indígenas.
En Canadá, la Comisión de la Verdad constituida en 2008, abordó los crímenes cometidos por ese país en contra de niños y niñas en los “internados indígenas” desde 1874, y motivó al Estado canadiense a disculparse oficialmente ante la sociedad. En el último tiempo, sectores de la sociedad estadounidense han posicionado la necesidad de una Comisión de Verdad que aborde la situación histórica de la población indígena y afrodescendiente.
Como se observa, la demanda hacia los Estados va mucho más allá de la respuesta inmediata a una coyuntura reciente, sino que los interpela a reconocer los crímenes del pasado y entregar garantías efectivas de no repetición. Para ello, los principios de verdad, justicia, reparación, memoria y no repetición son aplicables también en el sentido amplio y retroactivo. El momento histórico que vive nuestro país, nos invita a trascender los modelos “clásicos” e innovar en la forma en que podemos enfrentar y reconocer el pasado. El que la propia Constitución mandate ese desafío sería no solo una experiencia inédita en el mundo, sino también altamente legitimada por la propia Convención y su valoración ciudadana.
La Comisión de DDHH de la Convención, debería entonces asumir el desafío de consagrar esos principios en la nueva Constitución y cimentar el camino para un futuro organismo autónomo que los materialice de forma permanente y sin límite de tiempo histórico. Para no repetir los errores del pasado no basta con escuchar a los expertos; se debe asegurar la participación de las víctimas, pues ese es el primer acto necesario de reconocimiento y reparación.
Para visualizar qué entiende la ciudadanía por verdad y justicia se debe dialogar con las organizaciones que han luchado por instalar dichos principios. Para promover la memoria se deben considerar las propuestas de las organizaciones y sitios de memoria. Por último, sin extralimitarse de su mandato, pueden darse señales de reconocimiento y dignificación hacia las víctimas si se asume un posicionamiento ético y un compromiso con la construcción de un Estado democrático que se levante sobre esos principios, que mire hacia el futuro enfrentando y aprendiendo de su historia, y que se reconstruya sobre la plena verdad y justicia. Estas son condiciones no solo imprescindibles para la redacción de la nueva Constitución, sino también fundamentales para asegurar una sociedad democrática sostenible a futuro, erigida sobre los principios universales de derechos humanos.
El autor integra el Programa de Investigación y Educación en Historia, Memoria y Derechos Humanos, Universidad de Chile.