El conocimiento de la falsa enfermedad del hasta el domingo vicepresidente adjunto de la Convención Constitucional, Rodrigo Rojas Vade, se escapa de todo parámetro de análisis. Fue tan grande, trabajada y temporalmente extensa, que ha producido más incredulidad la confesión que lo que antes produjo la mentira. La confianza en uno de los muchos emblemas del estallido social ha quedado irreversiblemente rota, lo cual merece obviamente una severa crítica política. Comprendemos la perplejidad y la decepción, incluso la indignación, pero por nuestra parte la crítica llega hasta aquí, por ahora. Incluso en estas circunstancias parece preferible evitar el lugar de la superioridad moral, que siempre tiene candidatos en estos tiempos, una tentación que muchas veces posterga el debate político construido sobre la base del valor de las ideas.
La pregunta sobre cuánto afecta la situación de Rodrigo Rojas Vade a su sector y a la Convención Constitucional no es fácil de responder. No depende solo del hecho mismo y del individuo, sino también de la reacción de los demás. Mientras en lo que queda de la Lista del Pueblo ha primado la solidaridad o el silencio, en la Convención la crítica ha sido transversal. Entre todos ellos, particularmente sabia ha sido la posición tomada por la testera: tanto la presidenta Loncón como el vicepresidente Bassa evitaron hacer juicios personales (renunciando con ello a hacer leña del árbol caído o al típico gesto para la galería), fueron explícitos en que no habría defensas corporativas, aceptaron la renuncia de Rojas Vade a la vicepresidencia adjunta y pusieron los antecedentes en manos de la Justicia, para que sea ella y no las opiniones personales la que establezca las responsabilidades penales, si las hubiera. Frente a este proceder impecable en forma y fondo, la declaración de la constituyente Marcela Cubillos, según la cual “lo que ha ocurrido es un daño quizás irremediable a la credibilidad de la Convención”, parece excesiva.
Este proceder dista de lo hemos visto más de alguna vez en los últimos años en la política chilena, donde nunca nadie es culpable de nada, donde se hacen gárgaras con la presunción de inocencia propia tal como con la presunción de culpabilidad de los adversarios, donde se ha puesto incluso a instituciones como el Ministerio Público o el Servicio de Impuestos Internos al servicio de situaciones que la ciudadanía interpreta como de impunidad transversal. Esas conductas sí que le han hecho daño a la credibilidad de la democracia, del sistema político y de las instituciones, por lo que la Convención Constitucional, lejos de verse afectada con esta situación, podría verse enormemente fortalecida al actuar como un órgano de la República responsable, que entiende la importancia histórica de su mandato y que se desempeña a la altura de las circunstancias.
Lo que procede ahora es que la Convención continúe con la misma denodada voluntad colectiva de avanzar exhibida hasta ahora, con la claridad de que no será el primero ni el más severo obstáculo que deberá sortear, pero con la convicción también de que su rol es histórico. Éste no es un asunto de una persona, siquiera de un grupo, sino de millones de habitantes de este territorio que, diversos entre sí, salieron a las calles coincidiendo intuitivamente en la necesidad de construir un nuevo pacto colectivo.