El grito migrante acallado en el desierto

  • 13-10-2021

La travesía del desierto muestra la tristeza de los cuerpos que van quedando en el camino del olvido, como si para las mujeres hombres, niños, y niñas que los habitaron ni siquiera hubiese derecho a la memoria.

Quisiéramos gritar los nombres, los apellidos, los nombres de la madre, del padre y de los abuelos. Gritar el nombre de sus calles y de sus plazas, o el de las escuelas donde aprendieron a leer.

Para que permanezcan vivos en una historia que otros y otras puedan recorrer, recordar, rememorar, hay que gritar que existieron, que jugaron y amaron, y que también lloraron. Que tuvieron una existencia que los ubicaba en un pueblo, en una ciudad o en un país que hasta hace un tiempo era el suyo. Que eran un uno o una más de una comunidad. Hasta que se convirtieron en migrantes para cargar con ese denominativo y ser racializados, deshumanizados y declarados “ilegales”.

Se dice que migrar es un derecho humano. Pero también se afirma lo contrario. Migrar es desplazarse buscando refugio y abrigo, es salir repentinamente de un país, pasar por otro o por muchos para detenerse en aquel que parece generoso y acogedor. Migrar es buscar la existencia en un espacio donde se puede encontrar trabajo, aprecio, reconocimiento.

Solo que, para reconocer a una persona, primero hay que conocerla en modo comprensivo y no solamente en el modo turístico que la deja en un lugar aparte para arrinconarla e impedirle ser sujeto. Migrar es un proceso que muestra la indiferencia de la sociedad debido al racismo fraguado en la historia que se destila en las políticas restrictivas de los estados.

El domingo 10 de octubre, una niña de 9 meses no alcanzó a caminar por la vida que sus padres buscaban en Chile y falleció por las condiciones que caracterizan estos desplazamientos antes de que pudiera iniciar su historia. No tendrá jardín donde jugar, ni escuela, ni plaza, ni abuelos, ni amiguitos. Ante lo ocurrido, la mirada y la voz nacional se voltea, y cobardemente se escabulle para no ver, no saber, no estremecerse. Solo da la cara para repetir: “son ilegales”

Mientras tanto el monstruo administrativo deja que la muerte llegue. No interviene, no protege, abandona y deja fluir los sufrimientos migrantes en las calles hasta conseguir que grupos avivados por el nacionalismo, quemen los frágiles lugares que los albergan, sus pertenencias y sus documentos.

Se habla de humanidad, pero nos preguntamos qué es y quien es ella, cómo es y dónde está. Tal vez es una humanidad limitada que en la frontera únicamente permite el paso de mercancías, tal vez es una humanidad caracterizada por seguir el ritmo del humanismo donde solo la razón importa. Tal vez es una que ha dejado de lado a una parte de seres a los que no reconoce como humanos. Como ha ocurrido con personas migrantes señaladas como culpables de las desgracias de los demás y culpables de todo lo que les ocurre. Incluso de su propia muerte.

Entonces se entiende que nadie le pregunte a una familia, a una madre, a un padre, por qué un día tomó a sus hijos para salir de su país, cruzar ríos con ellos en sus hombros, atravesar el desierto con ellos en sus brazos, enfrentar múltiples sufrimientos y como ocurrió con estos padres, ver morir a su niña.

Pero el grito de espanto no puede desaparecer en el desierto. Necesita atesorarse y crecer. Ser oído y entendido. Precisa de otras voces y de otros gritos que nos impidan detenernos solo en la rabia y la tristeza.

Hay que convertir estas experiencias en prácticas de revuelta que enfrenten esta progresiva deshumanización de las personas migrantes que los deja sin derechos.

Y hacer con estas violencias repetidas que el racismo ha producido, un trabajo colectivo de solidaridad y de protesta que apele a quienes sufren del castigo de un estado que tampoco los considera.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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