La derecha ya debió entregar la Constitución de 1980 en pleno estallido social y, meses después, obtuvo un pésimo resultado en la elección de la Convención. Parece haber perdido irremisiblemente el juicio sobre el actual gobierno, ante el presente y ante la Historia, con el riesgo de que no termine su periodo. Y ha resignado aparentemente también la elección presidencial, luego de los sucesivos errores y cuestionamientos en torno a la candidatura de Sebastián Sichel. Peor aún: temen, cual tormenta perfecta, que todo esto arrastre al sector en los comicios parlamentarios, justo cuando el nuevo congreso deberá encargarse de adaptar la institucionalidad a la nueva constitución. Algunos que ya ven cómo el barco se hunde han saltado al bote que está a la derecha, el de José Antonio Kast.
Para los partidarios del sector, la situación es una pesadilla; para los detractores, una oportunidad histórica. Más allá de ello, cabe la pregunta sobre cuáles son las consecuencias de este vacío de poder inédito.
Aunque en las actuales circunstancias del gobierno de Piñera todo tiempo pasado parece irrefutablemente mejor, al principio de este segundo periodo (entre 2017 y 2018) se pensaba que el primero había terminado mal y que era necesario no repetir la historia. Entre las interpretaciones para ese diagnóstico, estaba que aunque la derecha había logrado después de dos décadas sobreponerse al lastre de Pinochet, al menos para efectos de volver a ser competitiva electoralmente, no había desarrollado nuevas formas de interpretar la realidad que no fueran la de los buenos resultados macroeconómicos en un ciclo neoliberal. Un gobierno “economicista”, decían analistas como Hugo Eduardo Herrera, para referirse a Piñera 1, por lo que planteaba la necesidad de que el sector recuperara otras tradiciones doctrinarias, una mayor diversidad disciplinar y territorial, y una vocación por canalizar la voluntad popular a través de las instituciones, más que la mera defensa de un orden de privilegios para el que el sistema era un mero instrumento. Tanta importancia le asignaba Herrera a estos factores que, anticipaba, de ello dependería el éxito del segundo gobierno.
Ya sabemos qué resultó: Piñera diagnostica en la campaña que el problema de los sectores medios no era la precariedad, sino una revolución de expectativas ante todo lo conseguido, por lo que consideró que el malestar se resolvía con la profundización del modelo, en vez de su reversión o corrección. Por eso no supo anticipar el 18 de octubre ni tampoco leerlo una vez ocurrido, reduciendo todo a un problema de orden público que había que enfrentar con la represión policial. Con ello malogró cualquier legado posible de su gobierno e inició la fase más aguda del derrumbe del sector.
No contribuyó a ello un equipo de ministros muy homogéneo entre sí, que después de varios errores debió reconocer, como lo hizo el ex ministro de Salud Jaime Mañalich, que no conocía cómo vivía el Chile real.
Con todos estos factores, los bajos niveles de apoyo al Presidente y la caída del candidato Sichel son constataciones muy distintas a que la derecha se haya esfumado en el aire. Existe y probablemente seguirá adhiriendo crecientemente a la candidatura extremista de José Antonio Kast. Es, después de 30 años, una suerte de vuelta al punto de partida para el sector, es decir, a Pinochet. Aquello es muy negativo para el país y no solo para un sector.
Queda como propósito una vez más pendiente la aparición de una derecha capaz de interpretar las amplias transformaciones de la sociedad chilena, que no sea una simple operadora en la política de los grandes intereses económicos, sino un grupo competente para gobernar un país, complejo, diverso y desigual. Una derecha que, en vez de lo ocurrido, esté en condiciones, cuando el pueblo lo decida, de llevar al conjunto del país y no solo a un grupo hacia un futuro mejor, como lo ha hecho Angela Merkel en Alemania. Algo que, por de pronto. parece lejos de ocurrir.