Meses después del terremoto de marzo de 1985, mi madre que entonces era la presidenta de un comité de damnificados de diferentes comunas de Santiago, debía responder a los requerimientos de la gente que representaba. Pero las solicitudes no sólo tenían que ver con resolver el problema de la vivienda, sino también de sobrevivencia. Así, el comité y la iglesia católica de la mano de Jorge Hourton que era el vicario de la Zona Centro, llevaron ayuda en alimentos y abrigo para cientos de personas que veían con temor la cercanía del invierno con las paredes de sus casas cuarteadas, los techos llenos de goteras, todos amontonados en pocos metros cuadrados.
Una mañana llegó a la puerta de nuestra casa don Manuel Sobarzo, uno de los integrantes del comité de damnificados que tenía por oficio recoger cartones y botellas para luego venderlas. Vivía en la cercanía del río Mapocho entre medio de unas paredes de adobe y techo de fonola, un cartón prensado que se impregna con alquitrán.
Don Manuel necesitaba apoyo de su dirigenta para conseguir un cajón fúnebre y luego un pedazo de tierra en el cementerio para enterrar a su madre que había fallecido esa madrugada. Mi madre habló con el cura Hourton quien le dijo que llamara al Cementerio General. Ahí dispusieron de un cajón de los que quedan de los muertos que son cremados. También le dieron un pedazo de tierra para sepultar a la mujer.
Esa tarde llegamos a la casa de don Manuel donde aún su madre estaba sobre una mesa con un camisón blanco con una vela en cada esquina. Junto a otras velas eran la única luz que iluminaba la humilde vivienda de Manuel Sobarzo, su familia y su madre muerta.
Es cierto que desde entonces Chile ha cambiado. Y mucho. Ya no hay los niveles de miseria de esa época signada por las crisis económicas provocadas por el congelamiento de salarios y el aumento de los precios a lo que se sumaba, por supuesto, el sufrimiento de los sistemáticos atropellos que cometía el régimen que encabezaba Pinochet junto a varios civiles que hoy ofician en diferentes puestos gubernamentales y parlamentarios.
Sin embargo, hoy nos hablan de temor y de inestabilidad, de que los cambios que quiere la gente van a resquebrajar la imagen de seriedad que tiene el país en el exterior y que los inversionistas se preguntan cuándo los chilenos tiramos al tacho de la basura el prestigio y las instituciones. Además, advierte el ministro de Economía que esos mismos inversionistas adelantan que no harán inversiones en 2022 en nuestro país. ¡Vaya amenaza para los pobres!
En Chile las instituciones no funcionan para la mayoría. Si se siente enfermo, la falta de recursos en el sistema público de salud lo obliga a esperar por horas; si fue víctima de un robo, Carabineros le dice que mejor no ponga la denuncia porque la Fiscalía no va a tener elementos para acusar a nadie; si tiene que moverse por la ciudad para ir al trabajo, tiene que hacerlo en un sistema de transporte precario y mal mantenido; si tiene un problema de salud mental, no hay hora para atención. En este último punto cabe destacar que el costo de una atención con un psiquiatra parte de los 80 mil pesos, algo sencillamente inalcanzable para los chilenos y sus familias.
Para la mayoría el miedo es un componente en sus vidas: el miedo a no saber cómo llegar a fin de mes, el miedo a enfermarse, el miedo a perder el trabajo, el miedo a no tener certeza de su futuro, el miedo a no tener una vivienda digna, el miedo a tener barrios cercados por la delincuencia que también es funcional para que la gente viva en el miedo que se usa como argumento para mantener un sistema que hoy se pretende cambiar.
Pero octubre (nuestro octubre) mostró que la gente venció el miedo y que el discurso basado en el terror ya no es tan creíble.
“Tendremos que compartir nuestros privilegios” dijo en su mensaje de Whatsapp a sus amigas la Primera Dama Cecilia Morel. En el mismo audio señalaba que estábamos frente a una invasión extraterrestre durante los primeros días del estallido social. En efecto, cómo no creerle a la señora Morel que estábamos frente a algo tan extraordinario si el miedo había sido la llave que mantenía a las mayorías calladas, marginadas, viviendo silenciosas sus penurias y precariedades.
El desamparo de las mayorías ha sido el factor común en todo el territorio a lo largo de la historia. Exigir un poco de justicia terminó en matanzas, en represión, en jóvenes quemados, en mapuches mutilados, en estudiantes cegados, en mujeres violadas, en familias truncadas. Y recién hoy, en 2021, los tribunales emiten resoluciones por casos de torturas cometidos en la década del ’70 del siglo pasado… porque las instituciones no funcionan para los pobres, para los marginados, para los olvidados.
Cambiar lo que tenga que ser cambiado no sólo va a provocar tensiones sino resistencia de quienes no quieren soltar el mango del sartén y emparejar la cancha para todos, esa idea que tanto manosearon en sus campañas para hacerse diputados, senadores, presidentes, para vivir del Estado que para ellos sí funciona pero que para muchos en Camiña, Paihuano, Petorca, Máfil, Penco, Chile Chico y Tortel nunca ha ofrecido una solución para vivir con dignidad. Es eso, ni más ni menos; dignidad.