La porfiada obstinación del cambio social

  • 10-11-2021

El trabajo social es una profesión, sí, una disciplina. Pero también es una obstinación. Ante todo, es una porfía. La persistente convicción de que la vida en sociedad tal como la conocemos no es “natural”, no es la única posible, sino que es el resultado de acciones humanas a pequeña o gran escala. Esta obstinación es casi extravagante en un país como Chile, donde por mucho tiempo quisieron convencernos que lo que teníamos era inevitable e incuestionable. Tiene, además, dos grandes implicancias: la primera, que la indignidad, la miseria, la injusticia, no tienen por qué ser toleradas; la segunda, que es posible transformar lo social, si nos duele, en algo mejor.

Todo esto podría parecer muy distante de algo que se aprende en la universidad. Después de todo, asociamos el tecnicismo y la profesionalización con métodos, técnicas; cuestiones frías, racionales, sin corazón. ¿Cómo puede ser una carrera la indignación frente a la injusticia, el optimismo impenitente, la inquietud moral frente a las desgracias? ¿Qué lugar puede tener una disciplina así entendida, en medio de las ciencias sociales?

Sin embargo, ese lugar está y existe. En el Estado y en la sociedad civil, en el diseño de políticas y en el trabajo con organizaciones comunitarias, en los municipios y en las ONGs, en escuelas, hospitales, consultorios, residencias de protección, en consultoras y programas, en tareas de incidencia y de investigación, las trabajadoras sociales –sí, porque hablamos de una profesión fuertemente feminizada, por lo que bien podemos usar el femenino como genérico- ejercitamos nuestra porfía. Desde una esperanza que no es desinformada sino lúcida; desde una trascendencia que no se ampara en ningún dios, sino que radica en la posibilidad de cambio de cada ser humano, y sobre todo de la humanidad en conjunto, ya sea a nivel de un barrio, de una comuna, de una región o de un país, con todas sus contradicciones y ambivalencias.

Vivimos actualmente una campaña política intensa, en medio de un período en que las certidumbres parecen haberse esfumado, lo que despierta en muchas y muchos un profundo anhelo de certezas, de seguridad. Justamente, como país hemos despertado después de un largo letargo a esa idea fundamental: lo social puede ser cambiado. Más aún: con un 80% de apoyo, decidimos embarcarnos desde el puerto de lo conocido hacia ese horizonte que esperamos sea más justo y digno. Estamos hoy en mitad del océano y tememos. No es cobardía, es sentido común: ¿no habrá sido un error poner todo esto en movimiento?

El cambio da miedo. El cambio remueve lo que, pensábamos, nos daba sentido. Bien lo sabemos las trabajadoras sociales. Es doloroso dejar de dar cosas por sentado. Por otro lado, si bien no sabemos mucho hoy, algo es seguro: el estado de cosas se había vuelto francamente invivible para grandes mayorías del país. Además, ese pasado ya no existe, ya no está, por lo que las proclamaciones de quienes pretenden “llevarnos de vuelta”, restaurar una comunidad idílica, necesariamente mienten, y con toda probabilidad buscan recuperar la tranquilidad de unos pocos al costo de la dignidad de muchas, de muchos.

¿Qué nos queda, entonces? ¿Nos quedamos inmóviles? ¿Creemos en las promesas de restauración? En el Día de la Trabajadora Social, y desde la porfiada obstinación de quien ha visto lo peor y lo mejor de la sociedad, me atrevo a decir: juntas y hacia delante, donde muchas rutas se abren. Porque podemos, entre todas y todos, atravesar la incertidumbre y construir un nuevo nosotros; uno más justo, con más ternura, con más seguridades, con más condiciones de posibilidad para que cada una y cada uno de nosotros no solo se sienta libre sino que lo sea realmente. Hasta que valga la pena vivir.

 

La autora es trabajadora social y candidata a Diputada por el Distrito 8.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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