¿Qué hacer en materia de descentralización?

  • 13-01-2022

Esta es probablemente la coyuntura más promisoria en la historia reciente chilena para las postergadas promesas de descentralización. Las propuestas que se discuten en la Convención Constitucional y el programa de gobierno de Apruebo Dignidad se mueven en ejes que efectivamente permiten pensar en nuevos patrones de relación entre los territorios, avanzando hacia formas de democratización y robustecimiento de los Gobiernos Regionales, en la puesta en marcha de un Sistema de Planificación y Ordenamiento Territorial, en estrategias de fomento a programas desarrollo equitativo que partan reconociendo un dato básico como la diversidad territorial, en el reforzamiento del indispensable poder de los municipios, entre otras medidas.

Se trata de iniciativas pertinentes y urgentes.

Sin embargo, todo ese empuje puede quedar desdibujado si estas intervenciones no se articulan en un diseño transversal y estratégico que piense la política regional bajo términos que alteren sustantivamente aquellas arterias del Estado que reproducen de manera silente esa inercia que tanto acomoda al gobierno central.

Conviene partir reconociendo que esta no es la primera vez que el país se propone avanzar hacia un ordenamiento descentralizado que compatibilice las aspiraciones de justicia territorial con los requerimientos de un desarrollo socialmente inclusivo. La historia de las descentralizaciones defraudadas llenaría varias bibliotecas. Basta consignar que al menos desde la segunda mitad del siglo XX, prácticamente todos los gobiernos han propuesto alguna reforma encaminada a reducir el centralismo y favorecer el desarrollo regional. En el entusiasmo de la promesa y la frialdad de la renuncia se encuentran todos los proyectos políticos de las últimas décadas. Curiosamente, una de las reformas administrativas de mayor alcance estructural conocida a la fecha, aquella que implementó la Dictadura desde la Comisión Nacional de Reforma Administrativa (CONARA), fue justificada bajo argumentos que a la larga no sonaban muy distintos a los que sostuvieron la estrategia de “desarrollo regional polarizado” del gobierno de Eduardo Frei Montalva o el “desarrollo regional integrado” de la Unidad Popular. No es que en materia territorial dé igual quien gobierne, pero sí parece ser cierto que todos son descentralizadores hasta que llegan a La Moneda.

En espera del diseño institucional que plantee la Convención Constitucional, la escena de intervención más a la mano es el futuro gobierno de Apruebo Dignidad. Es a sus autoridades a las que corresponderá avanzar en esta materia, partiendo por un cuidadoso tratamiento de la burocracia de mayor experiencia dentro del Estado. Esto es fundamental para actuar sobre los dispositivos centralizadores que actualmente sostienen la función gubernamental. Desde luego esto supone seguir adelante con el anuncio de eliminación de la figura de los delegados presidenciales, pero también volver a mirar el papel de las Secretarias Regionales Ministeriales (SEREMIS) y, sobre todo, de la poderosa Subsecretaría de Desarrollo Regional (SUBDERE). Es de suma pertinencia volver a pensar el anclaje territorial de estas estructuras, sobre todo el funcionamiento vertical de las SEREMIS y la SUBDERE, cuya función desde la Dictadura y por supuesto también en democracia, ha sido la de ejecutar recursos fuera de Santiago siempre de acuerdo a las prioridades del gobierno central y los veleidosos apetitos de las coaliciones de turno, postergando o administrando con analgésicos las urgencias de los territorios. Un abierto traspaso de competencias e incluso un generoso aumento de recursos pueden terminar virtualmente desdibujados si no hay un ajuste que mire también el papel histórico que han jugado, y pueden seguir jugando, estos enclaves administrativos.

La misma historia de la Regionalización constituye un laboratorio útil para entender por qué el mero traspaso de competencias o el fomento a la participación local pueden ser insuficientes si no se interviene en paralelo sobre las formas en que el Estado central ejerce control mediante la reproducción de su propio aparato en regiones. En efecto, el programa de descentralización del régimen de Pinochet devino una versión sofisticada e incluso más eficiente del viejo centralismo de la mano de Miguel Kast, la Oficina de Planificación Nacional (ODEPLAN) y las Secretarías Regionales de Planificación y Coordinación (SERPLAC), que ejercieron un gravitante control administrativo haciendo seguimiento y evaluación de proyectos entre municipios, gobernaciones e intendencias. Fue a través de esta línea administrativa que el régimen logró activar espacios de participación en las entidades subnacionales, pero siempre bajo la supervisión del gobierno central y en sintonía con lógica subsidiaria en la distribución de recursos públicos. Desde luego que esta no es la única explicación, pero en esos canales se fue reforzando parte sustantiva del centralismo que hoy conocemos, y que en democracia tuvo sus actualizaciones con las reformas al Fondo Nacional de Desarrollo Regional (FNDR) y el Fondo Común Municipal (FCM), ambos bajo la supervisión del tejido burocrático reciente dispuesto en instancias clave como la SUBDERE.

Otro desafío fundamental a largo plazo es la preparación de nuevas generaciones de administradores y funcionarios que empapen las burocracias territoriales de los principios indispensables para materializar el nuevo pacto descentralizador. Experiencias como la “Escuela Nacional de Adiestramiento para Funcionarios Públicos” (ENA), creada en 1970 e interrumpida por el golpe de Estado, o el “Curso Interamericano en Preparación y Evaluación de Proyectos de Inversión” (CIAPEP), oficializado en 1977, que en los hechos fue la escuela de reclutamiento y formación de profesionales que implementó ODEPLAN en Dictadura, son ejemplos concretos de una voluntad estatal encaminada a sacudir las viejas estructuras burocráticas con el propósito de modelar un nuevo tipo de administración territorial pública.

La descentralización es una tarea titánica que desde luego exigirá repensar el problema del poder en y desde las regiones. Pero también requerirá someter a escrutinio aquellas viejas dependencias estatales en las que, por décadas, de manera silente, sin mucho aspaviento, pero con notoria efectividad, se ha ido reproduciendo ese centralismo que todos alguna vez prometieron superar. Lo anterior, y la formación especializada de una nueva generación de administradores públicos, comprometidos desde su formación con la descentralización del país, podrían ser valiosas contribuciones a un proceso que no podrá estar exento de conflictos y que demandará creatividad, justicia y altas cuotas de arrojo.

 

Andrés Estefane, Historiador, Doctor en Historia Universidad Stony Brook (NY).
Rodolfo Quiroz, Geógrafo, Académico Departamento de Geografía UAH.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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