Desde la Primera Guerra Mundial, todos los conflictos bélicos han tenido como elemento central el uso de la propaganda y el control de los medios de comunicación. En una situación tan extrema, los gobiernos requieren que sus pueblos crean que al uso de la fuerza le acompaña la razón. Y en una época globalizada como la que actualmente vivimos, la adhesión de la opinión pública internacional es central para inducir a los gobiernos a actuar en una determinada dirección.
La verdad, así, no importa tanto. Más lo es deshumanizar a los adversarios y revestirlos de los atributos más execrables de la especie humana, de modo que se crea que no tienen razones para actuar como actúan, salvo la maldad. Por el contrario, en el bando propio estarían la justicia, la nobleza de propósitos y aquellos valores tan altos que hacen que no solo valga la pena luchar, sino también morir. Estos relatos suelen persistir en el tiempo y los vemos, incluso, en Chile. Hasta el día de hoy en los colegios y tours turísticos no se cuenta una historia equilibrada de la Guerra del Pacífico, sino un relato más bien básico donde el noble ejército chileno actuó en defensa de nuestros compatriotas que vivían en las ciudades bolivianas y peruanas del norte, mientras los enemigos eran despreocupados y actuaron concertada y alevosamente contra nuestro país. Tal “realidad” justifica, por cierto, que Chile se haya apoderado de vastos territorios y que aquellas ciudades ahora le pertenezcan. Es sabido que el Combate Naval de Iquique fue usado para alentar el patriotismo y la cohesión de la sociedad chilena, lo cual queda impecablemente resumido en un libro anidado en la web del Museo Naval, donde dice que “si Prat no existiera, hubiéramos tenido que inventarlo”.
Quizás suene muy duro decir que el rol de los los medios de comunicación puede hacer la diferencia entre la vida y la muerte, pero lamentablemente hay muchos ejemplos para sostener la frase. Para citar uno solo, en Estados Unidos ha habido una revisión muy crítica por el rol de los medios de comunicación durante la invasión de Estados Unidos a Irak en 2003, todos los cuales reprodujeron sin reservas la versión que el régimen de Saddam Hussein poseía armas de destrucción masiva, a la vez que exacerbaban sus actos más repudiables para presentarlo como un líder de una maldad sin igual en el Mundo. Era demasiado tarde cuando el Senado de Estados Unidos, años más tarde, señaló que la información de las armas de destrucción masiva era falsa: Irak ya había sido destruido y aproximadamente 500 mil personas habían muerto. Ellos han sido llamados “los muertos invisibles”, precisamente porque no han tenido la atención mediática que sí han tenido en otras partes del mundo.
En momentos tan dramáticos como lo que se viven en Ucrania, se hace especialmente necesario que los medios de comunicación asuman un rol responsable y crítico, que contribuya a la ciudadanía con análisis para complejizar las miradas. Esto supone alejarse del tratamiento de la guerra como un show y de la entrega de información simplificada o con pocos fundamentos, cuyo propósito sea, tal como la propaganda en la Primera Guerra Mundial, que las personas tomen partido pasionalmente sin exigirse tratar de entender lo que está pasando. La guerra y la pérdida de vidas humanas son asuntos demasiado serios como para permitirse frivolidades.