En el invierno de 1989, la U tocó fondo en un partido terrible contra Colchagua en Santa Laura (0-3), válido por la cuarta fecha del campeonato de Segunda División. Basta recordar el primer gol: un defensa cuyo nombre no viene al caso le da un extraño pase al Loco Fournier desde afuera del área, mientras éste, que se vestía de abeja, corre y se lanza en vano tras el balón. Si alguien pensaba que volver a primera sería un mero trámite, ese ridículo autogol le demostraría que la temporada en el infierno recién comenzaba.
Luego de ser intervenido por los milicos y separado de la universidad, en aquel tiempo el equipo era manejado por un hatajo de incompetentes casi tan oscuros y malintencionados como los de hoy. Pero, entre torpezas y desfalcos, se les ocurrió la gran idea de fichar a Leonel Sánchez como ayudante técnico del entrenador Lucho Ibarra, admirador suyo desde aquel segundo título de la U que juntos conquistaran en 1959. La ocurrencia, desesperada, no era ciertamente original: cuando las cosas tambaleaban (y tambaleaban todo el tiempo) se llamaba a Leonel.
Ahora bien: ¿qué hacía ahí, metido en ese tremendo cacho, el jovencísimo del sudamericano del 56, el seleccionado del tercer lugar del 62, el wing izquierdo del Ballet Azul, el de los goles al Santos de Pelé y al Inter de Milán? Tales epopeyas a ratos parecían haberle ocurrido a otro club en otro país (en efecto, era otro club y otro país), puras fábulas producidas por la exacerbada nostalgia de abuelos y abuelas. Este Leonel cargaba cincuenta y tres años, estaba canoso, lucía una leve ponchera y de la moda sesentera sólo conservaba, en la cabeza, ir al frente atacando por los costados. Pese a la manifiesta apelación a la historia que suponía traerlo de vuelta, o tal vez por eso, para la nueva generación de chunchos descreídos su sola presencia no representaba la solución, simplemente porque para esa gente no existía (ni existe) solución.
Pero después del partido contra Colchagua, algo extraño ocurrió: delanteros que antes parecían tenerle una especie de fobia al arco contrario de pronto empezaron a rondarlo y, en una de ésas, hasta hacían goles: con Marco Fajre, Cristián Olguín y Pedro Pablo Díaz se armó una ofensiva curiosamente tan lenta como eficaz. Por su parte, comandada por el Negro Díaz y Carepato Rivas, la defensa empezó a tomarle el pulso a los cruces en el barro y a las champas traidoras del potrero, además de embocar unas cuantas pepas, ahora sí, en el arco rival. Luego, lo que pudo significar uno más de los disparates de la dirigencia, resultó: se sumó a Severino Vasconcelos, y ahí, con la velocidad venenosa de Hoffens, el sacrificio suicida de Mondaca, Silva, Reynero, Valenzuela y el mismo Fournier (que cambió de indumentaria), se vio a un equipo sólido, capaz incluso de ofrecer pasajes de buen fútbol entre la neblina de aquellas canchas donde mueren los valientes.
Para el último partido contra Curicó en La Granja (3-0), con el equipo ya casi ascendido, Leonel vestía pantalón corto y parecía que en cualquier momento se calzaba los estoperoles. Tenía esas cosas de niño hincha, de esos que sueñan, durmiendo o despiertos, con meter un gol por el equipo. Nunca dejó de ser un jugador. Cuando, promediando el segundo tiempo, la pelota cayó en la galería, fue corriendo a pedirle a Los de Abajo que se la devolvieran, y éstos, vaya cosa, se la devolvieron: era realmente el único a quien podían obedecer. Junto a Ibarra, logró, pues, retornar a los azules a primera; y logró, sobre todo, que la gente de la U formada en los ochenta, tan escéptica, nómade y autocompasiva, al fin abrazara el mito.