Nos encontramos de casualidad con una frase de Alejandro Jodorowsky según la cual “los pájaros que nacen en una jaula piensan que volar es una enfermedad”. Y nos ha parecido útil para describir lo que ocurre con sectores importantes de la población que han sido excluidos de los beneficios del modelo vigente y que, sin embargo, defienden sus premisas como si fueran dueños de algo, cuando en realidad no son dueños de nada.
Es por ello que constatamos, a la luz de debates abiertos en el Parlamento y en el proceso constituyente, que la transformación cultural que se requiere para reposicionar a la palabra solidaridad en las políticas públicas es enorme. Durante décadas hemos sido bombardeados con la idea que el mérito o el esfuerzo personal es el camino para una vida mejor. Se ha deteriorado en nuestra racionalidad el significado de los derechos, de tanto pagar por ellos, y de su universalidad, de tanto pensar que debemos salvarnos solos. Este sistema de valores ha tenido una capacidad de propagación tal como una pandemia: incluso en sectores autodenominados progresistas o en los lugares más precarios de la población se lo pone en el lugar de la verdad. Es triste e inconcebible que personas que casi no tienen ahorros previsionales y que están condenadas a una vejez miserable estén preocupadas de que no les vayan a quitar sus exiguos montos acumulados, aun cuando eso sea a cambio de jubilaciones mucho mejores. Pero la hegemonía cultural tiene tal poder que nos lleva a creer que es normal algo que no lo es y a defender la propiedad de algo que no existe.
Misma cosa ocurre con la salud, donde la idea de avanzar hacia un sistema único, como sucede en la generalidad de los países desarrollados e igualitarios, es resistida no solamente por los privilegiados, sino también por personas que en caso de enfermedad tendrían que hacer completadas para poder pagar los tratamientos. La noticia que el Estado ya no se desentenderá de que podamos ejercer ¡todos y todas, no algunos! el derecho a la salud es rápidamente tergiversada. Como ocurre también en educación, donde la decisión del segundo gobierno de Michelle Bachelet de terminar con los cobros a las familias en los establecimientos subvencionados produjo reacciones incomprensibles, como marchas de apoderados en contra de que el colegio fuera gratis y a favor de seguir pagando.
Este ethos individualista, en los hechos, conspira contra la posibilidad de avanzar hacia un Estado garante de derechos. Las soluciones solidarias son vistas por un segmento de la población, incluyendo a los propios destinatarios de estos avances, como amenazas, a pesar de que son el estándar de las políticas públicas de muchos países del mundo, partiendo por Europa. Y, claro, aquel sentimiento es usado a favor por los defensores del statu quo. Así las cosas, la tarea de revertir este sentido común es enorme y requerirá tiempo y esfuerzos, pero para quienes abrazan las banderas del valor de lo público parece ser indispensable.