En estos días de lectura, fake news y desinformación, es inevitable recorrer las memorias personales y familiares buscando cómo nos atraviesa y convoca la propuesta de Nueva Constitución, el lugar donde confluyen las biografías de todos los habitantes de un Estado. El nombre, por ejemplo, como punto de partida y reconocimiento de existencia, y así, como armemos nuestras cronologías, la conciencia de un pasado y las posibilidades de un futuro están contenidas en artículos, en la palabra que recoge la oralidad y las calles, a través de un proceso democrático, una democracia que podría también retroceder en cualquier momento, como sucedió en la reciente dictadura. Porque nuestra presencia en este universo llamado Chile es solo una huella. No se trata de una casa, es un hábitat.
Nací en 1980, en una sociedad que aún le cuesta identificar la violencia y el trauma, y que desde el revuelto despertar se instaló con la necesaria reivindicación por un país nuestro, por esa justicia social de la que tanto hemos hablado. Mi generación, noventera, creció en el silencio histórico, en el neoliberalismo con los nuevos consumos. Los noventas diluyeron una densa transición. Fueron años en que rondaba la idea de que solo los políticos podían participar de la política, poseer esa tajadita conseguida post plebiscito del 88. Una distancia abismal entre pueblo, calles y poder. Y en la irónica excusa de que si ya no estábamos en dictadura, ¿cómo nos atrevíamos a criticar el modelo de la medida de lo posible? Se alegraron de que no supiéramos de historia, en momentos que todo comenzaba con la palabra democracia, el Congreso florecía y para millones se estrenaban autoridades que nunca habíamos visto: diputados y senadores, por ejemplo. No se dudaba de que había un Chile nuevo aunque nos pareciera igualmente gris, formal, moralista, empaquetado, constreñido, genuflexo y silencioso; debíamos celebrar algo que se nos presentaba como una epopeya y le endosaban a la generación de nuestros padres ese relato. Los dispositivos culturales de este Chile que se abría vertiginosamente al mundo, para mi generación pueblerina estaban en el MTV y el reciclaje yanqui. El cable llegó para diversificar el eterno y único canal que se veía en esas latitudes, tvn, disfrazado de pluralismo mediático y conectividad. Estos dispositivos disuasivos tuvieron un rol adormecedor y deformador, algo que también tranquilizaba a nuestros cuidadores porque el dictador seguía en el ejército y en cualquier momento todo volvía a llamarse dictadura. Fue la amenaza y el miedo la plataforma para un neoliberalismo cuidado e impune. Y desde mi región, Aysén, Chile seguía estando lejos. La descentralización, la conectividad, la falta de oportunidades y el aislamiento son un paisaje que se ha quedado. El movimiento Aysén tu problema es mi problema, el 2012, fue el reflejo más potente, enrabiado e intergeneracional, para manifestar nuestras necesidades, demandas, frustraciones, sueños e insistir en la necesidad de una Nueva Constitución. La regionalización es una profunda necesidad del país más largo del mundo, donde los climas y contextos sociales difieren desde Arica a Magallanes, desde el maritorio al muro que nos separa de la quimera latinoamericana (Cap. VI: Estado regional y organización territorial, y art. 1- 14.3 – 155- 156, entre otros).
En el territorio donde crecí habita el río más caudaloso de Chile, el Baker. Somos una región glaciar, de un país glaciar. Chile tiene el 80% de los glaciares de Sudamérica y el 11% de los glaciares del mundo, una cifra de la que debemos hacernos responsables como Estado ante la crisis climática. Para quienes somos de Patagonia, la naturaleza, el agua, los humedales, ese entorno deslumbrante, forman parte de nuestra cultura. Allá, donde también habitan huemules y cóndores, hemos estado constantemente amenazados por proyectos de alto impacto ambiental. Salimos a las calles contra Alumysa, por Patagonia sin represas, por los ríos libres, por cada “Patagonia sin” que se ha levantado. Somos lejanía que también se reparte en las ciudades donde emigramos para continuar estudios, o porque no podemos volver. Somos un territorio de relatos migratorios. Y entre archipiélagos hacia la cordillera que se confunde con la pampa, en un clima frío y agreste, los cerros rodean una de las ciudades más contaminadas de Chile: Coyhaique. Como patagona migrante no he dejado de habitar la Patagonia, no puedo sino celebrar a Chile como un Estado Ecológico, que es descrito latamente en el capítulo III de la propuesta de Nueva Constitución, sobre la Naturaleza y Medio Ambiente: Bienes Comunes Naturales, Estatuto de las Aguas, Estatuto de los Minerales, Defensoría de la Naturaleza, e ingresando ya desde el Artículo 1: “Chile es un Estado social y democrático de derecho. Es plurinacional, intercultural, regional y ecológico”. Este libro es el que quisiera regalarle a mi viejo, a él, que en su oficina de abogado me enseñó el código de aguas, el librito más pequeño de esos azules y que pensé insignificante y él me dijo, en unos años la gente se matará por esto y yo, que había visto Mad Max, imaginé un apocalipsis, pero a la vez veía tanta agua en la Patagonia y no entendía cómo era posible que alguien quisiera ser dueño del agua. A mi viejo quisiera decirle, toma papá, te devuelvo tu país, ese que te quitaron, al que hubo que conformarse para sobrevivir. Mi papá murió cuando estaba en cuarto medio, luego emigré a Valdivia para estudiar derecho, una carrera que abandoné para estudiar periodismo. Quedé en la huerfanía y comprobé que éramos huacherío estatal. A los dieciocho años conocí el nefasto sistema de AFP, por la pensión de sobrevivencia (art. 45). Postulé al fondo solidario de crédito universitario, y como miles, tengo una deuda millonaria que no considera los contextos, por ejemplo, de la precarizada nueva clase que rebota entre media y pobre, que le hace honor a una independencia laboral que no es tal: el boletariado (art. 46). En la universidad estuve en marchas contra la instalación del CAE, cuando era solo un nefasto rumor; en tomas con frío y lluvia, en asambleas infinitas, y el deterioro de una educación al servicio del lucro se hacía cada vez más evidente y se ampliaba, y en mi cabeza pasan los cantos por una educación pública, gratuita, laica y de calidad (art. 137). Esa educación gratuita que le permitió a mi papá, un mapuche discriminado en las capas y capas de violencias que guarda el racismo. Así, salió del campo, de Aysén y llegó a la Universidad de Concepción (entre 1965 y 1971), en los años épicos de los movimientos sociales. Eran tiempos en que la movilidad social era viable.
Crecí entre el campo y la ciudad. No tuve una familia nuclear, mi papá nos crió a mi y a mis hermanos con el esfuerzo que incluía a veces tías, vecinas y nanas que nos cuidaban y que no fueron reconocidas a un nivel estatal en sus cuidados (art.45.2). Esa maternidad tan romantizada para mi fue caleidoscópica, y supe que la libre disposición de nuestros cuerpos como primera soberanía (art. 61), es la plataforma desde donde pienso los feminismos en estos procesos sociales que deben ser reconocidos en su amplía libertad (art. 1.3). Un hombre criando tuvo costos sociales, porque en una sociedad profundamente machista donde cema chile, militares y catolicismo marcaban la pauta moral social y familiar, se dudaba de sus capacidades para criar y educar fuera de la familia nuclear. Hoy también tengo una familia diversa y sé que esas anquilosadas definiciones ya no serán hegemónicas (Art. 10).
Nuestros cuerpos, constituidos por nuestros inalienables derechos (art.4), movido por el deseo, son territorio, soberanía y autonomía en esta propuesta. Crecí en tiempos de profunda discriminación e ignorancia, en que incluso, si salías del clóset, pasabas de un binarismo hetero hombre-mujer a uno homo gay-lesbiana. No estaba en nuestros registros decirnos disidentes, queer o trans. Algunas personas salimos del clóset como una necesidad perentoria, por acoso, violencias y extorsiones, otros por la inclusión familiar o algo que pudiera explicar la diferencia, la alita rota, el pánico. En estos veinticinco años de esa descloseteada he visto transformaciones que nunca creí que sucederían. Aún así, nos siguen matando, nos siguen violentando, sigue habiendo una estructura heteronormada que carece de perspectiva de género y excede el maquillaje de participación y representación. Vemos pinkwashing y tokenismo a la orden del día, prácticas que disfrazan nuestra participación y vulneran nuestras representaciones e identidades. Me gusta esta Nueva Constitución porque abre las alas y la marcha hacia una democracia, paritaria y LGBTQ inclusiva, con Educación Sexual Integral (ESI) y el derecho a una vida libre de violencia. (art. 6-25- 27- 89- 312).
Me fui de Chile hace siete años. Estrenamos el voto exterior el 2017 y participamos de este proceso constituyente. Nunca salí del horroroso Chile, escribió Lihn. Lo sabemos afuera. Miramos Chile, participamos de Chile, pagamos impuestos en Chile, echamos de menos la comida, el pancito y las golosinas. Busco escritores chilenos en las librerías que visito. He aprendido de Chile. Y soy mapuche, y veo con preocupación cómo se ha agudizado el racismo, siento ese desprecio impune hacia nosotros, los pueblos originarios que, tras extensas jornadas y resistencia a la discriminación, obtuvimos representación a través de escaños reservados en la Convención Constitucional. Veo cómo opera la desinformación y fake news que se han levantado en torno al Estado plurinacional, un reconocimiento a la diversidad cultural que hemos habitado desde tiempos inmemoriales. El Estado de Chile, como territorio único e indivisible, reconoce y se abre al diálogo. Bastará decir que todos derechos incorporados en la propuesta de Nueva Constitución tienen como marco y límite los derechos humanos de todas las personas, la unidad del Estado y la integridad territorial. (art. 1- 2 – 3 – 5 – 11-34 – 36.5 – 44.2 – 55 – 58 – 65 – 79 – 190 – 191.2 – 234 – 235, entre otros).
Es probable que si usted hace un ejercicio desde su biografía no nos convoquen los mismos artículos, pero si tenemos una misma lucha y esperanza por un Chile que sea nuestro y digno, al que podamos regresar (real e imaginariamente). Estamos participando de un proceso libre y democrático, y nos encontraremos por ahí, o en un abrazo, para superar la dictadura y su herencia, para superar el huacherío estatal y construir memoria.