Por Rodolfo Quiroz Rojas
No ha sido fácil para la geografía chilena emanciparse de sus propios dispositivos coloniales y nacionalistas, que limitan su accionar de cooperación colectiva y pensamiento crítico. Se trata de una historia poco documentada, silenciada y, en algunos episodios, traumática –léase el incómodo vacío histórico de la geografía en dictadura-. A pesar que durante las últimas décadas la geografía ha tomado una entonación más progresista o visible bajo ciertas figuras ilustres como Camila Vallejo o Marcelo Lagos, aún sigue siendo restringido su repertorio científico. Desde el momento fundacional republicano y sobre todo desde finales del siglo XIX, en efecto, el dispositivo Geografía de Chile se centró en el perfeccionamiento del espacio estatal, imponiendo un inventario “unitario” y técnico de recursos naturales y públicos, más funcional al despliegue militar y las burocracias territoriales que a las problemáticas demográficas, “higienistas” y sociales de la época. De ahí que la actual escena constituyente no solo interpela cualitativa e históricamente a la disciplina universitaria, sino que también cuestiona al conjunto de subcampos y saberes geográficos de la sociedad chilena: ¿puede la geografía instituir prácticas constituyentes más allá del imperativo descriptivo estatal de los últimos doscientos años? O, bien, ¿es posible otras geografías coexistentes y alternativas al orden neoliberal y autoritario que edificó la Constitución de 1980?
Para contestar estas preguntas, en primer lugar, no debemos perder de vista la construcción histórica del Estado chileno y la exaltación de una geografía aparentemente deshumanizada por la especificidad de las condiciones naturales y provinciales, siempre sublimes y liberalizadoras para los desarrollos de la nación. Dicha nacionalización de la geografía supuso, entre otras cosas, instituir una naturaleza espacial inherente del ser chileno que, exteriormente, también debía maniobrar una malla de relaciones territoriales estable. Al calor de batallas, conquistas y décadas de delimitación de fronteras internas, la geografía chilena fue consolidando su función de caja de herramientas del inventario físico nacional, siempre susceptible de maniobrar desde el centro en caso que las particularidades provinciales se desbordaran o surgieran nuevas demandas estatales. Así, se reprodujo la consolidación de una geografía nacionalista, tributaria de una identidad única e indivisible, el Estado unitario, solo flexible a las necesidades del crecimiento económico y la formación de infraestructuras estratégicas como los grandes centros industriales y urbanos, construidos durante las primeras décadas del siglo XX. De tal manera, cada uno de los avances científicos de la geografía desplegados durante los últimos 120 años, sutilmente, fueron incorporados a la tecnología del Estado y su proyecto territorial unitario.
En el sentido común, la geografía se entendió como un emblema de la descripción físico y económica, una orbita de conocimientos especializados de la superficie terrestre que, sin claves logísticas o geopolíticas definidas, era parte del acervo nacional en construcción. Esta sistemática deshistorización de los saberes geográficos se agudizó mediante la estandarización de la educación geográfica nacional y el sostenido productivismo estatal fundido en el avance tecnológico global y materializado en la CORFO. Si durante la década de 1930, Chile o una loca geografía de Benjamín Subercaseaux respondía a una vasta franja de preocupaciones existenciales y compromisos con el desarrollo cultural del país, posterior a la década del ochenta la producción geográfica iría reduciéndose y tecnificando considerablemente. Con el aumento de la profesionalización se creó un estrecho corpus de campos ambientales y territoriales sin una discusión epistemológica paralela, lo que provocó que la geografía pasara a ser comprendida como una serie de prácticas descriptivas, tecnológicas o inanimadas, sin sujetos ni contradicciones fundamentales.
El periodo entre 1973 y 1990, así, fue uno de los periodos más productivos en lo relativo a los usos políticos de la geografía chilena y su profesionalización exacerbada. Y, sin embargo, unos de los periodos menos discutidos teórica y geográficamente. En efecto, se trató de cambios significativos en la estructura administrativa del Estado y la correlación de fuerzas políticas del país que se prolongarían en las décadas siguientes. Por decisión de las autoridades cívico-militares de la época, por primera y única vez en la historia, el territorio completo del país fue evaluado por diferentes dispositivos técnicos, geográficos y (geo)políticos, creando una nueva malla territorial del país. Las 13 regiones, 51 provincias y 336 comunas, el nuevo mapa de Chile, fue expresión de un cálculo más sofisticado de la política centralista y las burocracias territoriales. Invisiblemente, fue consolidándose una nueva lógica institucional en las formas de resolver o desactivar los conflictos territoriales, que sería tributaria de una lógica piramidal de gobernar (presidencialismo exacerbado) que, por cierto, permitiría una articulación técnica-política más eficiente entre los mecanismos desconcentrados y los objetivos definidos por el centro. Se trató, pues, de un ordenamiento territorial constitucional acorde al nuevo patrón de acumulación económica que, a su vez, interiormente, conjugó nuevos dispositivos burocrático-estatales como serían las Secretarias Regionales Ministeriales (SEREMIS) y la Subsecretaria de Desarrollo Regional (SUBDERE), reflejos insignes del persistente centralismo y el campo operatorio del capitalismo chileno.
Posteriormente, y a pesar de importantes cambios en el escenario político, dicho pacto territorial ha pasado incólume, sin ser cuestionado en sus fundamentos ni en sus principales innovaciones. En efecto, la malla territorial de la dictadura fue naturalizada y proyectada a partir de un saber político-espacial que cautelosamente restringió el uso de prácticas democráticas y dispositivos científicos de la geografía, consolidando una lógica autoritaria y centralizada de poder nacional que se extendió hasta la actualidad. A pesar de la elección de gobernadores regionales, las finas y complejas elaboraciones geográficas del periodo autoritario siguen recreándose sutilmente en el funcionamiento de las estructuras administrativas interiores y las mallas de formación geográfica de las universidades, con nuevas codificaciones, localizaciones y técnicas que reproducen un particular sentido de respeto a la institucionalidad heredada. A contracorriente de América Latina y otras latitudes occidentales que se debatían y reformulaban a partir de diálogos con el marxismo, el feminismo y otros movimientos sociales y ambientales, durante las décadas del setenta y ochenta la geografía chilena se actualizó a través de la puesta en marcha de oficinas de gobierno, que llevaban invisible pero eficazmente la gestión territorial oficial: “ha sido otro de los grandes méritos del Proceso de Regionalización que impulsa CONARA, con el apoyo decidido de S.E. el Presidente de la República, ya que este proceso ha obligado a académicos, universitarios, escolares, profesionales y padres de familia a repasar y actualizar sus conocimientos geográficos de nuestro interesante territorio y mar de Chile” (CONARA, 1976, p. 164).
Robustecida de discurso oficial y zigzagueantes desafíos regionales y municipales, nació así una geografía operativa del Estado, parcialmente distinta a sus versiones anteriores. Se trató, pues, de una geografía profesionalizante que, además, debía acompañar el diseño político del régimen, mejorando las capacidades de control, distribución de recursos, negocios y concesiones privadas, como serían, por ejemplo, la puesta en marcha de las oficinas “Pro-Chile” en cada una de las regiones del país. Ya el propio Pinochet en la colección Geografía de Chile publicada por el Instituto Geográfico Militar en 1983 reconocería estos nuevos direccionamientos. En este texto destaca como la práctica científica de la geografía, ante todo, debía estar “al alcance del inversionista, el poder público, la empresa privada y las diversas instituciones educacionales, que tienen la responsabilidad formadora de quienes darán nuevos impulsos a la Nación”, ya que, según Pinochet, la geografía se circunscribía a “todo aquel ciudadano interesado en el conocimiento del espacio y de las variables que sobre él interactúan, considerando los transcendentales cambios experimentados en el presente, por la activación y adecuación del marco socioeconómico y, sobre todo, por aquellas políticas y normas que enmarcan la conducción renovadora que se lleva adelante” (Pinochet, 1983, p. 7). Dicha naturalización del régimen territorial, que en realidad permite la actualización constante de intereses ultra-capitalistas, conservadores y autoritarios al interior y fuera del Estado, también ha condicionado el repertorio de la geografía a los vaivenes del neoliberalismo. Análoga al proceso de despolitización de la sociedad chilena, la geografía también reivindicaría su condición de ciencia objetiva, neutral y libre de agendas politizadoras. Sin embargo, interna y logísticamente sería reproductora de las tecnologías de gobierno instaladas por la nueva División Político-Administrativa y su particular comprensión del “espacio ciudadano”, adscrito a la circulación de capital y los Estados Mayores. Se impondría así una geografía aparentemente más rigurosa en lo técnico y la cuestión pública-privada que, al mediano y corto plazo, daría operación a la nueva institucionalidad del país.
Fue, precisamente, en ese restrictivo uso de imaginación geográfica que nos enfrentamos al proceso constituyente. Y, en efecto, la comunidad en general aún desconoce los potenciales usos del saber geográfico en la política o como la geografía se incorporó en la agenda de quienes usufrutuaron la unidad nacional como práctica de gobierno. Sin embargo, y a pesar del incuestionado repertorio profesionalizante y descriptivo de los últimos siglos, la geografía actual atraviesa otros ordenes técnicos, más amplios y sensibles, abiertos a ser redefinidos política y creativamente. Y es que la nueva carta magna también fue resultado de la colaboración de cientos de geógrafos y geógrafas comprometidos con el proceso constituyente, en su calidad de asesores, funcionarios municipales, activistas y/o profesionales en las más diversas funciones productivas. El sólo hecho de escribir una nueva Constitución durante estos últimos doce meses permitió la abertura de nuevas preguntas geográficas hasta hace poco impensables. La definición de un Estado social y democrático de derechos, regional y plurinacional, que reconoce el derecho a la vivienda, a la naturaleza y a las disidencias sexuales, son solo algunos trazos que permiten imaginar otras geografías deliberantes y soberanas.
Sin duda es un viaje abierto, urgente e irremediable. Por primera vez, en dos siglos, la comunidad política en su diversidad tiene un punto de partida genuinamente democrático, que eventualmente podría desdibujar los actuales límites y fronteras, restringiendo los enclaves autoritarios y coloniales, y más aun, abriendo y creando otros dispositivos técnicos, comunitarios y deliberantes, acordes a la constitución de un Estado comprometido con los derechos sociales y colectivos, con participación popular y ciudadana efectiva. Durante los próximos meses, por consecuencia, también se jugará la posibilidad de construir una geografía críticamente constituyente. Se trata de construir diálogos permanentes entre la coyuntura y la estructura, entre lo social y lo político, entre la ciencia y los saberes populares, donde inexcusablemente, sean las preguntas estructurales el origen de una geografía de la cooperación. Será necesario, así, explorar y desbordar las actuales fronteras internas y las convenciones geográficas nacionales, crear y criticar estrategias de gobiernos territoriales deliberantes, visibilizar el conjunto de contradicciones y posibilidades de un nuevo régimen territorial de cara a las urgencias ecológicas y climáticas globales. Descentralizar en lo plurinacional y lo intercultural compromete necesariamente la distribución territorial de un nuevo ensamblaje público y el reconocimiento de agencias políticas históricamente subalternas, coexistentes a los partidos políticos y los movimientos sociales convenidos.
Un nuevo pacto constitucional, en definitiva, involucra creativamente la praxis de otras geografías de la cooperación. Una cooperación e interacción que, de una vez, permita invertir o frenar la actual agenda capitalista, autoritaria y deshumanizante que recorre las arterias del Estado chileno y, de esa manera, recrear burocracias alternativas. Burocracias e institucionalidades que integren a las invisibilizadas y populares demandas sociales, reprimidas por los órdenes constitucionales anteriores. Se trata de otra geografía que no anula los conflictos y las diferencias sino, por el contrario, provee de mecanismos que buscan cautelar la simultaneidad y coexistencia de las diferencias políticas, territoriales, indígenas y ambientales en un horizonte de derechos humanos universales. Otra geografía plurinacional que decididamente permita el encuentro de seres humanos, especies y seres no humanos, llevados a sus máximas posibilidades de bienestar, reciprocidad y convivencia colectiva. En otras palabras, se trata de abrir diferentes caminos científicos en diálogo con las energías transformadoras, nuevos micro-territorios de certezas e innovaciones ecológicas y democráticas que, más allá de los tristes eslóganes del “desarrollo sustentable”, esta vez, traigan alegría y cariño a todas las generaciones.
[1] Algunos extractos de esta columna fueron presentados en la Revista Entorno el año pasado. Disponible: https://revistaentorno.cl/entorno/que-geografia/
[2] Geógrafo, académico Departamento de Geografía Universidad Alberto Hurtado.