Chile es un país multilingüe. Los pueblos originarios, la comunidad sorda, la mayoría castellano-hablante y la población migrante contribuyen a la diversidad lingüística que lo caracteriza. Lo que se ha pretendido instalar por parte de quienes han tenido el poder político y económico, sin embargo, es el mito de una nación y un estado monolingües, donde la diversidad lingüística sería más bien un problema para la unidad y la organización social. La constitución de 1980 (como todas las constituciones anteriores) es parte de este proyecto de unificación y homogeneización lingüística: no hace referencia a la diversidad lingüística del país y construye una imagen incorrecta de un Chile enteramente monolingüe en castellano.
El ocultamiento de la diversidad lingüística y el silencio respecto de las cuestiones lingüísticas no significan que dicha constitución no funcione, en la práctica, como un mecanismo de política lingüística encubierta: el castellano es la lengua oficial de hecho, es la lengua en la que está escrita la constitución y es la única lengua legitimada en la que funcionan todas las instituciones del estado, del mercado y de la sociedad. Esto excluye de esos espacios a quienes utilizan lenguas diferentes al castellano, como las lenguas indígenas o la lengua de señas, lo que equivale a una forma de injusticia y discriminación lingüística: la imposibilidad -impuesta- de participar completamente de la vida social, económica y política por el simple hecho de utilizar una lengua diferente al castellano. En otras palabras, si bien la constitución de 1980 no dice nada de las cuestiones lingüísticas, opera como un mecanismo que perpetúa el monolingüismo en castellano tanto en términos prácticos como simbólicos. Es, además, una de las pocas constituciones que van quedando en el mundo que no contienen ningún tipo de derechos y obligaciones lingüísticas.
La Propuesta de nueva Constitución, en cambio, si bien no logra capturar la complejidad sociolingüística en el país, reconoce explícitamente su diversidad lingüística e incluye una serie de cuestiones lingüísticas de las que el Estado debe hacerse responsable. Esto es el resultado de la estructura y el funcionamiento de la propia Convención Constitucional encargada de su redacción. La presencia de representantes de Pueblos Originarios permitió no solamente escuchar a hablantes de lenguas históricamente excluidas de estos espacios (en un intento poco exitoso de deliberación multilingüe) sino que también hizo posible hacer presente la demanda histórica de estos grupos por sus derechos lingüísticos. Igualmente, la apertura de la Convención a escuchar a diversos actores sociales permitió a una serie de colectividades, como la comunidad sorda, hacer llegar de manera exitosa sus demandas lingüísticas a las y los convencionales. Con esto, el texto de la Propuesta de nueva Constitución se pone a la par con la mayoría de las constituciones del mundo respecto del deber del Estado y de sus instituciones de reconocer, proteger y promover las lenguas de los distintos grupos lingüísticos que forman la comunidad.
Así, superando la tolerancia implícita que, en el mejor de los casos, la constitución de 1980 expresa respecto de la “diferencia” lingüística (tolerancia que no tiene ningún efecto práctico sustantivo), la Propuesta de nueva Constitución es proactiva y establece explícitamente una serie de normativas lingüísticas y deberes del Estado: entre otras cosas, declara un Estado plurilingüe y reconoce los derechos lingüísticos de los pueblos originarios y de la comunidad sorda. Este último es, sin duda, un avance importantísimo que pone a esta Propuesta en el grupo de las pocas constituciones que reconocen y oficializan la lengua de señas de sus territorios.
Esta constitucionalización de la diversidad lingüística posee valor simbólico, ya que el país se reconoce a sí mismo y ante el mundo como un territorio lingüísticamente diverso, valora esa diversidad y se compromete a generar las medidas que permitan mantenerla y proyectarla en el tiempo. En términos prácticos, la nueva constitución no obligará a nadie a aprender y a utilizar una lengua que no desee: lo verdaderamente importante es que establece un marco legal para que nadie se vea forzado a tener que abandonar su lengua para poder participar en todos los ámbitos relevantes de la sociedad, con lo que apunta a poner fin a la violencia y la discriminación lingüística institucional histórica.
Esta propuesta de nueva constitución, además, no garantiza solamente los derechos lingüísticos de los pueblos originarios o de la comunidad sorda (en este sentido no es ni “indigenista” ni privilegia a una “minoría” lingüística determinada), sino que también garantiza los derechos de la mayoría castellano-hablante. Esto, ya que, aunque el Estado se declare plurilingüe, su lengua oficial seguirá siendo el castellano en todas sus instituciones y en todo el territorio chileno. Las lenguas indígenas serán oficiales solamente en sus territorios o en zonas con alta población indígena (con lo que establece un principio de territorialidad), mientras que la lengua de señas chilena será la lengua oficial de las personas sordas (de acuerdo con un principio de personalidad). Queda por verse cómo se resolverán las complejidades que esto plantea. Por otro lado, hay una serie de normas que garantizan que nadie será discriminada sobre la base de la lengua que utilice. El Artículo 100, por ejemplo, establece que: “Toda persona y pueblo tiene derecho a comunicarse en su propia lengua o idioma y a usarlas en todo espacio. Ninguna persona o grupo será discriminado por razones lingüísticas”. Una ausencia que se debe destacar, sin embargo, es lo relativo a los derechos lingüísticos de la población migrante, un asunto que requiere de políticas lingüísticas urgentes, sobre todo debido a que la migración actual es, en muchos casos, no-hispano parlante.
Suponer que, debido a estas normas, esta Propuesta fomentará una especie de fragmentación lingüística del territorio, es simplemente una fantasía. El multilingüismo (o plurilingüismo) en Chile no es la suma de muchos monolingüismos mutuamente incomprensibles: lo que existe en la práctica, además de los usuarios de lengua de señas chilena, son individuos, familias y comunidades bilingües o multilingües en castellano y en alguna lengua indígena o migrante. De aplicarse adecuadamente, la nueva constitución podría permitir crear las condiciones para un bilingüismo social e institucional sustentable.
Aunque hay una serie de aspectos problemáticos y complejos que aún necesitan examinarse en detalle para comprender sus implicancias (sobre todo en un mundo globalizado, hiperconectado y cada vez más móvil que desafía las políticas lingüísticas nacionales y las ideas tradicionales que podemos tener respecto de las lenguas), la Propuesta, de ser aprobada, debería ayudar a generar mayor conciencia, entre quienes deban diseñar políticas públicas, de la importancia de considerar también las características lingüísticas de las comunidades hacia quienes se dirigen esas políticas. No sirve de nada celebrar la diversidad lingüística por un lado y, por otro, desarrollar políticas que en la práctica la ignoran o establecer instituciones burocratizadas que solo favorecerían a algunos grupos. Por otro lado, esta nueva constitución también debería contribuir a generar los mecanismos que permitan la participación activa de las propias comunidades lingüísticas en las decisiones que las afecten. Cabe destacar, finalmente, que la Propuesta de Constitución y este momento constituyente deberían igualmente motivar a la comunidad académica a prestar mayor atención e investigar críticamente los desafíos y oportunidades que la diversidad lingüística nos presenta como sociedad, ojalá lejos de las comparaciones superficiales, las idealizaciones y las simplificaciones.
En conclusión, la Propuesta de nueva Constitución cuestiona dos supuestos lingüísticos que han acompañado a la construcción del Estado chileno: la idea de Chile como un país monolingüe y la noción de la diversidad lingüística como un problema para la organización y la participación social. Esta Propuesta de nueva Constitución reconoce la diversidad lingüística que siempre ha existido en Chile (y que ha resistido a pesar de la asimilación forzada) y establece un marco jurídico que debería permitir desarrollar políticas lingüísticas adecuadas que contribuyan, a su vez, a que cada persona pueda participar y desarrollarse libre y plenamente en todos los ámbitos de nuestra sociedad, independientemente de la lengua que utilice o que sienta que le identifica.
Aunque no basta con los derechos lingüísticos para contribuir a crear un sentido de legitimidad y pertenencia en la comunidad, a reducir la marginación y la conflictividad social, así como a crear una sociedad más justa, su reconocimiento es un paso necesario en esa dirección y la Propuesta de nueva Constitución es, sin duda, un aporte en este sentido.