18 de octubre de 2022

  • 17-10-2022

Han pasado tantas cosas en estos tres años que si nuestro propósito es comprender habría que esquivar las respuestas simplistas. Y tratar de mirar nuestro presente histórico desde distintos ángulos, así como el cuadro Las señoritas de Avignon de Picasso, donde lo que nos parece deforme visto desde donde estamos es, en realidad, la suma de varias perspectivas, cada una dibujada correctamente.

Ninguna opinión, columna, libro o análisis -incluido por cierto éste- es capaz por sí solo de tener la razón o de responder a las preguntas del Estallido Social. De la suma de todos ellos deberán provenir los aprendizajes.

Un asunto que asoma claramente es que asistimos a un país que está muy lejos de ser cohesionado. Por eso, hemos dicho tantas veces, es difícil hablar de Chile en singular. Las experiencias vitales son tan distintas, a veces determinadas por las desigualdades sociales, territoriales o las discriminaciones, que llega a dar pudor decir frases como “esto es lo mejor para el país” u otras por el estilo. Más preciso sería afirmar que a veces lo que es mejor para algunos es automáticamente insignificante o incluso malo para otros. Ése es el talón de Aquiles que aparece cada cierto tiempo debido a que nuestra sociedad no ha sido erigida con vocación de integración y, por lo tanto, no puede aspirar a tener unidad de propósitos.

¿Esto fue culpa del Estallido? Al revés, parece obvio que el 18 de octubre fue el síntoma, que las causas fueron larvadas muy anteriormente y que están aún en proceso de interpretación. Solo queda medianamente claro que son múltiples y no unívocas. El paso del tiempo nos ha develado, además de los factores estructurales-materiales, otros de índole cultural que se deben considerar. El modelo neoliberal con su subjetividad nos induce, con naturalidad entre comillas, a vivir con quienes nacieron en cunas parecidas a las nuestras y a pensar soluciones individualmente y no en comunidad. El auge de las redes sociales, por otra parte, promueve algoritmos que aparte de premiar la odiosidad nos acercan a quienes son parecidos y nos alejan de quienes son diferentes. Todo aquello es caldo de cultivo para la intolerancia y para la concepción de la diversidad como una amenaza.

Seguramente, la justa aspiración de un país más integrado y tolerante puede resultar ilusa e incluso ofensiva para quienes siempre han sido expulsados de la mesa. Chile y sus instituciones pueden llegar a ser muy violentos con quienes van quedando al margen y, tal como lo dijimos en 2019, lo repetimos ahora: las élites lo ignoran, con y sin dolo. De esta constatación provienen análisis como los de Gabriel Salazar, según el cual las aspiraciones del Pueblo nunca, salvo excepciones, han sido incorporadas por quienes controlan las instituciones, de modo que su ADN social solo les enseña a resistir. Como el niño yuntero de Miguel Hernández: “empieza a vivir y siente la vida como una guerra”.

Queremos señalar, por último, que ningún futuro sólido se podrá construir ofendiendo o ocultando a las víctimas de las graves violaciones a los derechos humanos cometidas por agentes del Estado luego del Estallido Social. Agregar a sus cuerpos diezmados afirmaciones o insinuaciones de que son violentistas y por tanto culpables de lo que les pasó nos recuerda las peores épocas de la historia nacional. Ya lo dijo -guardando las proporciones de contexto- el fiscal Julio César Strassera en su célebre alegato final en el juicio a las juntas militares argentinas, de renovado interés a propósito de la película 1985: “Nos cabe la responsabilidad de fundar una paz basada no en el olvido sino en la memoria; no en la violencia sino en la justicia”.

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