“Hace falta que algo cambie para que todo siga igual” declara cínicamente el joven Tancredi al protagonista de “El Gatopardo” -la célebre novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa- Fabrizio el Príncipe de Salina, para explicar que su adhesión a la revolución de Garibaldi garantizará el poder familiar en Palermo, transformando la sentencia en el modelo del cambio aparente, aunque no de fondo. En épocas en que la confianza al acuerdo es reemplazada por una franca sospecha la frase a menudo se ha hecho favorita para quienes persiguen una alteración profunda del statu quo. Una desconfianza que excede al mundo conservador, para abarcar a gradualistas y partidarios de una reforma en el sentido del latinazgo mutatis mutandis, que persigue los cambios que considera necesarios.
Es paradójico recordar que a pesar de esta predilección de las izquierdas por la invectiva lampedusiana –sinónimo de gatopardismo-, el Partido Comunista Italiano no se sentó entre las filas de admiradores precoces de la obra citada o su versión fílmica de Luchino Visconti –con Cardinale, Delon y Lancaster en los roles estelares-, motejándolas de “decadentes”, cuando no de “reaccionarias”. Desde luego en tiempos del neorrealismo de Rosellini y de Sica, sencillamente la nostalgia no cuajaba. Aun cuando un mensaje más sutil del libro, y menos destacado por la política, es que a pesar de toda la astucia de la vieja aristocracia para adaptarse, ya sea a una monarquía borbónica o a una República unificada peninsular, el antiguo régimen y su orden ya no volverán. Es que como dice Heráclito “Nadie se baña en el mismo río dos veces”.
Aunque la impugnación política a la globalización neoconservadora y demo-liberal de Post Guerra Fría despuntó con el rechazo al Tratado de Libre Comercio de América del Norte –conocido por sus siglas en inglés de NAFTA- en Chiapas por parte del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) el 1 de enero de 1994, y prosiguió con las manifestaciones altermundistas de la contracumbre OMC de Seattle de diciembre de 1999, que posteriormente cristalizó en el Foro Mundial Social (originalmente organizado en Porto Alegre) de enero de 2001, fue sólo después de la crisis de las hipotecas subprime de 2008, que la insatisfacción política alcanzo masividad en diferentes lugares del mundo. Las denominadas primaveras árabes, originalmente anti-autoritarias, fueron un primer síntoma de descontento amplificado más allá del activismo de causa. Después de 12 años cabe preguntarse qué pasó con su esperanza de transformación del sistema: ¿fue acaso gatopardesca? El giro al punto de inicio es manifiesto, máximo cuando nos acercamos al aniversario en que el joven tunecino Mohamed Bouazizi se inmolara (17 de diciembre de 2010), luego que su carro de frutas fuera confiscado y experimentara la humillación inferida por funcionarios municipales que se negaron a atender su queja. El reguero de pólvora se extendió a buena parte de la geografía árabe con un origen inequívoco en la protesta contra la autoridad despótica, aunque como agregan Álvarez-Ossorio, Mijares, Barreñada (“La geopolítica de las Primaveras árabes”, 2002): “emergieron una serie de actores que trataron de cuestionar las dinámicas políticas vigentes desde la consecución de las independencias nacionales”.
Un elemento diferenciador que marcó esta nueva forma de movilización y resistencia es la utilización de la tecnopolítica de las redes sociales para azuzar el conflicto con los titulares del poder, tanto desde la calle como desde el metaverso. En adelante nada sería igual como mostraron después las protestas de Euromaidan en Ucrania en 2013-14 y el enjambre crítico de estallidos que sacudió Sudamérica y el Caribe entre 2019-2021.
Sin embargo, si volvemos a las revueltas árabes podemos distinguir etapas; una primera que se extiende entre fines de 2010 y principios de 2013 y que incluye la caída de Ben Alí en Túnez, Mubarek en Egipto, Gaddafi en Libia, la laminación del levantamiento en Barherin –con ayuda de Arabía Saudí-, así como sendos conflictos armados en Siria, Libia y Yemen. Además se ensayaron reformas constitucionales en Jordania y Marruecos, y apareció un nuevo grupo radical en territorios iraquíes y sirios: el Daesh o Estado Islámico.
Enseguida hay una segunda fase a partir de 2019, que no se visualizó en Sudamérica tan claramente como la anterior debido a que la región experimentó entre octubre y noviembre de ese año sus propias explosiones sociales en Ecuador, Chile, Bolivia y Colombia. Nuevamente hubo gobiernos que cayeron como el de Bouteflika en Argelia, Omar el Bashir en Sudán, Hariri en El Líbano (cuyo estallido comenzó el 17 de octubre de 2019 ante el gravamen a los servicios de mensajería de audio en una plataforma virtual), así como Adel Abdelmaddi, antiguo premier de Irak. Las organizaciones radicales islamistas se fortalecieron (demandando un cambio radical en el sentido de volver a la raíz cultural) ya fuera desde sus anclajes sociales o en su participación política, mientras los poderes tradicionales –elites y Fuerzas Armadas- siguieron al frente con un aperturismo político bajo control.
Así la vacilante liberalización de Egipto y Túnez que permitió a organizaciones islamistas ganar en los comicios y encabezar brevemente las instituciones públicas fue interrumpida por golpes militares o civiles como el de Abdel al-Fattah al-Sisi en 2013 o Kais Said en 2021. Este período fue aún más grave en Libia o Siria con luchas intestinas dando paso al injerencismo de potencias regionales (Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Irán, Qatar, Turquía) o más allá (Estados Unidos y Rusia) para una reconfiguración del área que después del repliegue relativo de la Unión Europea y Estados Unidos observa tres bloques de liderazgo: el saudí-emiratí partidario del viejo orden de las petromonarquías, el islamista iranio proclive a la lucha contrahegemónica del eje shií, y el turco-qatarí que ha entrado a disputar con los dos anteriores. Es que el estío que sigue al brote primaveral trae aparejados cambios en los que se puede terminar incrementando la forma más descarnada de poder, lo que sin duda no apaga los anhelos de justicia social como confirman las movilizaciones de los últimos años en Argelia, Irak, Líbano, Marruecos Túnez, Sudán. Tampoco se puede subestimar la indignación expandida de hechos como la muerte de Mahsa Amini en Teherán, que abrió multitudinarias manifestaciones en septiembre en contra de la ley del Velo. Finalmente, la pandemia y su triple secuela de desempleo, pobreza e inflación apuntan a que mientras no se resuelvan los problemas cotidianos de la gente éstos ciclos de protestas no se pueden dar prematuramente por cerrados.