Es hora de que las fuerzas políticas entiendan -transversalmente- que las condiciones en las cuales se realiza hoy la actividad delictual son muy distintas a las de hace cinco o diez años. El crimen organizado ha tenido una proliferación durante el confinamiento pandémico, por lo que se requiere urgentemente una transformación de las instituciones del Estado y la ejecución de políticas que estén por sobre el tironeo de la coyuntura y se proyecten en el tiempo.
Lo primero a considerar es que éste es un fenómeno mundial, por lo que no es adecuado culpar a las autoridades de turno, si queremos realmente entender el fenómeno. Distintos reportes internacionales coinciden en los siguientes factores: a) el crimen organizado se aprovecha de las crisis para ofrecer a las personas las soluciones que el Estado no alcanza a satisfacer; b) si bien muchas actividades se vieron afectadas durante la pandemia, aquello no ocurrió con la producción de drogas; c) la crisis económica derivada de la pandemia empuja a las personas, especialmente a las más pobres, hacia el crimen organizado, al no encontrar otras formas de subsistencia; d) el aumento simultáneo de la producción y el consumo de drogas está haciendo más millonario y poderoso al narcotráfico; e) las organizaciones criminales ya están -literalmente- dentro del sistema, al hacerse de actividades legales como tiendas, restaurantes y empresas de distinto tipo; f) han aumento exponencialmente los fraudes electrónicos, debido a la capacidad de obtener bases de datos y hackear cuentas por parte de las organizaciones criminales; y h) el crimen organizado a nivel mundial suele enquistarse a la industria de la construcción, con lo que logran incidir en políticas urbanas e incluso acceder a subsidios estatales.
Siendo éstos los desafíos, resulta evidente que nuestras policías, aduanas, aparatos de inteligencia y otros requieren una transformación sustantiva. Para que ello ocurra, las fuerzas políticas deben abandonar sus posiciones de trinchera. Para la derecha, la seguridad pública debe dejar de ser un caballito de batalla, más aún cuando ha quedado demostrado que estando en el gobierno no lo han hecho mejor. Y la izquierda debe ocuparse en serio de un tema que durante mucho tiempo le resultó poco atractivo, lo cual implica incluso consensuar institucionalidades como la de Carabineros para que dejen de ser señaladas con el dedo.
En estas circunstancias, no resulta justificable que un sector político se niegue a participar de un acuerdo nacional por la seguridad argumentando un factor exógeno, como son los recientes indultos. Es legítimo, por cierto, expresar discrepancias con el fondo, forma y oportunidad en que se ejerció la facultad presidencial, pero no mezclar los temas al señalar que con esta medida se está dando una señal en favor de la delincuencia. Esto, debido a que las penas amnistiadas obedecen a delitos cometidos en una circunstancia muy precisa, sobre la que por cierto también hay legítimas diferencias, y no vinculada con el crimen organizado.
Ciertamente, parte importante del problema radica en que, en los últimos 30 años, la decisión de asumir de manera facilista y a veces demagógica las banderas del combate a la delincuencia ha solido traer réditos electorales, puesto que esas conductas han actuado como placebos frente al comprensible temor de las personas. Pero las soluciones al problema de fondo, que hoy es mucho más complejo, requieren menos jugadas para la galería y pasar por arriba de la tentación del beneficio de corto plazo, por el bien de los habitantes de este territorio.