El título corresponde a una admonición que pertenece a la obra de teatro “Almanzor” escrita en 1821 por el poeta judío-alemán Heinrich Heine. En ella recuerda al paladín andalusí del mismo nombre cuyo enorme poder político en la España musulmana del s. X. se basó en defensa del Islam y de la yihad, lo que incluyó expurgar de la biblioteca de Alhakénde obras heréticas, así como censurar algunas ciencias consideradas no islámicas, como la filosofía o la astronomía. Lo que significó la quema de miles los libros “impíos” por orden de Almanzor en el año 976. Por cierto que Heine no podía saber que un siglo más tarde la bárbara costumbre andalusí se haría realidad. Es decir, quemar libros por razones religiosas, ideológicas o de cualquier otra índole no fue inventada por los discípulos de Adolf Hitler
Pero en 1933, las autoridades nazis lo lograron al coordinar e integrar a organizaciones profesionales y culturales con la ideología política nazi (“Gleichschaltung” o sincronización). De acuerdo con este concepto, Joseph Goebbels, el siniestro ministro nazi de Esclarecimiento Público y Propaganda, comenzó también a alinear las demás manifestaciones del arte y la cultura alemana con los objetivos del partido nazi. De ese modo, el gobierno encabezado por Hitler purgó a las organizaciones culturales de judíos y de otros grupos para ellos políticamente sospechosos, que representaban o creaban obras de arte que los ideólogos nazis consideraban “degeneradas”.
En su esfuerzo para integrar a la comunidad literaria alemana a su “política cultural”, Goebbels encontró un aliado poderoso en la Asociación de Estudiantes Nacionalsocialistas, universitarios que habían sido temprana vanguardia del movimiento nazi, desde cuyas filas -a fines de la década de 1920- saldrían muchos cuadros que ocuparían altos cargos en la nomenclatura del Tercer Reich. El ultranacionalismo y el antisemitismo de las organizaciones estudiantiles seculares de clase media habían sido intensos y explícitos durante décadas, una tendencia que se fortaleció y expandió tras la humillante derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial. Fue cuando miles de esos estudiantes encontraron en el nacionalsocialismo la forma precisa de canalizar su hostilidad y descontento político, oponiéndose violentamente en las calles a la República de Weimar, que entre 1919 y 1933, intentó dar estabilidad al país.
Aunque el acontecimiento había sido anunciado de modo rimbombante ya en abril de 1933, cuando la Oficina de Prensa y Propaganda de la Asociación de Estudiantes Nazis anunció públicamente una “acción contra el espíritu no alemán” en todo el país, la que tendría como punto culminante una purga literaria o de “limpieza” mediante el fuego. La organización estudiantil entregaba febriles comunicados a la prensa y a las emisoras radiales, o publicaba artículos pagados en los diarios, dando a conocer las listas negras de autores “no alemanes”. Para ello, además, contaron con reconocidas figuras del nazismo que así lo proclamaban en reuniones públicas.
Fue en esos días que la asociación de estudiantes redactó sus 12 “tesis” -una manipulación deliberada de las 95 tesis de Martín Lutero- donde se explayaban acerca de los fundamentos de un idioma y una cultura nacional alemana “pura”. Publicitaban las tesis mediante carteles que atacaban el “intelectualismo judío”, sostenían la necesidad de “purificar” la lengua y la literatura alemanes, y exigían que las universidades fueran centros del nacionalismo alemán. Al mismo tiempo, describían una “campaña de difamación” mundial de los judíos contra Alemania y anunciaban que su “acción” buscaba consolidar y fortalecer los valores alemanes tradicionales.
Así se llegó al 10 de mayo de 1933 cuando, en un acto simbólico de ominosa trascendencia, los estudiantes universitarios quemaron más de 25.000 volúmenes de libros “no alemanes y no deseados”, presagiando un período de censura estatal y control de la cultura. La tarde del 10 de mayo, en la mayoría de las ciudades, los estudiantes de ultraderecha marcharon con antorchas en “contra del espíritu no alemán”. Los rituales de fuego programados convocaban a altos funcionarios nazis, profesores, rectores y dirigentes estudiantiles universitarios para que se dirigieran a los participantes y espectadores. Mientras bandas militares ejecutaban música marcial, los estudiantes arrojaban al fuego los libros saqueados y, en una escena digna del Dante, realizaban frente a las hogueras los llamados “juramentos de fuego”. En Berlín, unas 40.000 personas se reunieron en el Opernplatz para escuchar, entre canciones y consignas ceremoniales, a Joseph Goebbels pronunciar su fogoso discurso a la multitud: “¡No a la decadencia y corrupción moral, sí a la decencia y la moralidad en la familia y el Estado!”. Otros cientos de miles le oyeron directamente por la radio en toda Alemania.
La promoción de la cultura “aria” y la supresión de otras formas culturales fue la marca nazi para “purificar” a Alemania. Esa noche el fuego devoró las obras de Bertolt Brecht, Karl Marx, Stefan Zweig, Ernest Hemingway, Jack London y August Bebel, así como del Premio Nobel 1929 Thomas Mann y Erich Maria Remarque, entre muchos otros. Era tan sólo el comienzo de lo que vendría.