Me aprobaron la visa

  • 19-06-2023

Una vez vi a una persona llorar frente a mí el día que le aprobaron la visa. Estábamos en la oficina de Extranjería que está en Matucana, en esos días en los que la atención allí aún era presencial. Hacíamos una fila inmensa afuera que serpenteaba las calles y entrábamos luego por orden de llegada en grupos de veinte o treinta. Adentro nos dividían en filas más pequeñas y nos asignaban una caseta. Ese año, 2018 creo, recibí el primer rechazo a mi trámite migratorio y acepté a cambio, de la espera supongo, una visa temporaria que duraría solo un año. Pero la persona que iba delante de mí tenía otra historia. Lo supe cuando el funcionario le pidió el pasaporte y le timbró ese papelito amarillo que en ese tiempo equivalía a la visa definitiva.

Entonces, la mujer se llevó sutilmente las manos hacia el rostro y rompió en llanto.

Desde ese momento, en todos los textos que me he gastado escribiendo sobre las trabas del sistema en Chile para obtener la regularidad migratoria, una pregunta que siempre les hago a mis entrevistados es si recuerdan el momento en el que se enteraron de la aprobación de sus visas. Y en el fondo lo hago porque espero recibir como respuesta alguna historia épica, similar a lo que vi ese día en Extranjería, pero con sensaciones que vayan más allá del balbuceo que alcancé a escuchar de la mujer antes de que llegase mi turno y le perdiera el rastro.

Pero nadie lo recuerda exactamente. O, en todo caso, nadie me ha dicho más respuestas de las que bien podrían ser opciones de un facsímil: a) Estaba en el trabajo, b) Estaba con mi pareja, c) Estaba caminando, y así.

Hace algunos años, después de ese episodio, recuerdo una madrugada haber estado en alguna plaza de Providencia frente al cerro San Cristóbal, apenas visible por la neblina. Para ese entonces, pese a llevar viviendo al menos seis años en Santiago, yo no había subido nunca al cerro. Mi idea, se lo conté a mi acompañante de esa vez, era guardar ese momento, esa primera vez, para algo especial. Algo así como, el día en que mi madre me visitara o por qué no, el día en que me aprobaran la visa.

Pero mi madre vino a inicios de 2019 y le intenté mostrar todo Santiago excepto el San Cristóbal, al que subió de todas formas acompañada por encargo. Mientras tanto, mi nuevo trámite de visa parecía no resolverse jamás. Entonces, decidí un día cualquiera —nublado, entre semana— subir el cerro tomando como premisa cósmica lo que me dijeron aquella madrugada frente al San Cristóbal, que quizás subirlo era el detalle que faltaba, el “horrocrux” que resolvería esta historia.

Hoy ya he perdido la cuenta de cuántas veces lo he subido. Son las mismas o más de las que he repetido que, el día en que me aprueben la visa haré una fiesta grande. Una vez escribí también que cuando me entreguen el carnet lo imprimiré a modo de gigantografía y lo colgaré como un trofeo en mi casa. Pero nada de eso se hará realidad ahora que me la aprobaron. Solo escribo este texto para recordarme que es inútil intentar crear momentos y que la memoria íntima no es una construcción voluntaria sino más bien un algoritmo extraño similar a esos que usan en las redes y una moneda al aire. También que tuve gripe esta semana, que el invierno aún no ha llegado y que en las mañanas el frío rosa los cero grados en Santiago. En alguno de esos instantes me encuentro abriendo el correo y recibo la noticia. Nada especial para un hecho tan trascendente y en el que he pensado por tanto tiempo. Si alguien me preguntase ahora lo mismo que les pregunté a mis entrevistados, les respondería con esta historia que es también una sentencia. Ni una palabra más, ni una palabra menos.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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