El ascenso por doquier de la extrema derecha en el mundo ha tenido un frenazo en España. Más relevante, incluso, que el ganador, es el retroceso de Vox y la poca probabilidad de que pueda ser parte de una fórmula de gobierno. Como lo hemos dicho, y es el momento de subrayarlo en momentos de tanto irrespeto con la democracia, que el punto en cuestión no es el legítimo derecho de personas y grupos a pensar de una determinada manera, sino la proliferación de organizaciones y líderes que pretenden derrumbar mínimos civilizatorios e incluso los principios de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que este año cumple 75 años.
Para un país como España que vivió por décadas los oprobios del franquismo, resultaba dramático que aquellas ideas resucitaran y crecieran por la vía democrática. Como en otras partes -no es necesario mirar lejos desde acá- estas opciones se han nutrido de personas descontentas con la democracia y que, ante la incapacidad perpetuada de las instituciones de canalizar adecuadamente sus anhelos y resolver sus problemas, prefieren a quienes, además de ofrecerles fórmulas facilistas a situaciones complejas, identifican falazmente culpables de que el pueblo no esté mejor. Estos no son nunca, por cierto, quienes detentan el poder real, sino personas tan precarizadas como quienes los señalan con el dedo, por ejemplo, los migrantes.
Ciertamente, quienes vienen desde otros lugares, y en general quienes no correspondan a un canon, son el chivo expiatorio para afirmar unos valores nacionales que en el fondo son muy inconsistentes, pero que a través de unos pocos balbuceos doctrinarios pueden atrincherar a un sector de población, como lo hecho Vox, en contra de quienes no correspondan a su modelo único de familia. También han señalado como una amenaza a España a los gobiernos autonómicos, a la Unión Europea y a los organismos internacionales, frente a lo cual instalan la oferta de resolver estas tensiones con tintes autoritarios. Así, no es necesario que Santiago Abascal mencione a Francisco Franco para deducir cuál es su modelo.
Pero España ha logrado entrever a tiempo el retroceso, en especial debido a las acciones hostiles, cuando no persecutorias, que gobiernos locales donde tiene participación Vox han emprendido contra los derechos de las mujeres, de la diversidad sexual, de los migrantes y otros sectores de la población. El mensaje, el mensaje, es que los españoles no quieren una España intolerante, a lo cual se han sumado formaciones políticas autonómicas que, aun teniendo diferencias con el PSOE, han señalado que no serán equidistantes frente a lo que está en juego.
Así, el Partido Popular ha obtenido una primera mayoría relativa, pero con menos margen que el PSOE para formar gobierno, al contrario del augurio de las encuestas de que la suma de la derecha y la extrema derecha iba a entrar triunfantes a La Moncloa. Las predicciones eran adversas, pero tanto Pedro Sánchez como otros líderes, por ejemplo Rodríguez Zapatero, lograron instalar el clivaje de que el dilema para España era civilizatorio: avance o retroceso. Esta disyuntiva logró movilizar, y de paso demostrar que todavía hay reservas para enfrentar los intentos por debilitar los pilares básicos de la convivencia democrática.