Chile se encuentra en un momento histórico crucial. Pero como toda deriva histórica, nunca de manera definitiva. La historia, los procesos sociales, las modificaciones de la intersubjetividad y, sobre todo, la contingencia, nunca podrán ser clausuradas por formas verbales. Es más, estas últimas, son resultado de la constelación de valores, estados anímicos, voluntades políticas, devenir colectivo y la correlación de fuerzas del momento. Por tanto, nadie puede, por decreto o mandato, cerrar un proceso social y político cuya base detonante son el descontento, la disconformidad, la frustración y la desigualdad.
Es innegable que los dos procesos de elaboración de propuesta constitucional estuvieron fuertemente marcados por la sobrevaloración de la representación política, la intención totalizante de las mayorías circunstanciales, la desaprobación de los mandantes (electores), una indigente participación ciudadana y la manipulación informativa.
Una nueva constitución política debiera irradiar los valores, expectativas, orientaciones e instituciones que reflejen realmente el momento histórico y la síntesis de las aspiraciones de la sociedad que aspira constituir. Plasmar, en aquella, lo que se está en acuerdo y obviar lo que no, debiera ser un principio mínimo para la conducta juiciosa de un cuerpo colegiado electo que debiera ofrecer certezas a la ciudadanía en la dimensión fundacional. Aquellas materias en que no se logra un grado mínimo de consenso, no deberían tener un rango de jerarquía constitucional, sino más bien, merecerían un tratamiento de menor rango y mayor flexibilidad -un rango legal- brindando, así, márgenes y condiciones para la posibilidad de dialogo, modificaciones, actualizaciones y acomodamiento a las expectativas timeline que la sociedad política encarne.
Lamentablemente, ninguno de los textos ofrecidos a la ciudadanía responde a esa orientación. Muy por el contrario, ambos, expresan la maximización de sus creencias y apuestan a una acción política normativa totalizante y totalizadora, como si el otro y la contingencia no existiesen o, peor aún, no tuvieran derecho a existir. Es así como las cuestiones llamadas “identitarias” solo reflejan y consolidan el idealismo teológico narcisista del “yo quiero que la sociedad sea a mi imagen y semejanza”, eliminando imaginariamente, pero con efectos devastadores en la materialidad social, la contingencia evolutiva de la sociedad y clausurando los dispositivos dialógicos prexistentes y permanentes, como el debate legislativo, para tratar aquellos aspectos en lo que no existe un pleno y cierto consenso social. En definitiva, ambos textos, pretendían cerrar temas que aún siguen en debate en la sociedad, incluyendo algunos temas emergentes o innovadores que ni siquiera estaban en el horizonte ciudadano.
Es cierto que la ciudadanía y la elite política pueden estar agotadas de invertir tiempo, recursos y voluntades para impulsar -en caso de volver a ser rechazado el texto- un tercer proceso que, lo mas probable, termine en la misma dinámica y resultado que los dos anteriores. Una propuesta que representa a los representantes y no a los representados. Pero ¿Qué tan cierto que de ganar el “En Contra” solo nos queda la posibilidad de mantener la constitución heredada de la dictadura? No, no es cierto.
Cinco días antes de dejar el mando, la presidenta Michelle Bachelet envió al Congreso Nacional una propuesta de nueva Constitución resultado de un proceso participativo, inédito en Chile, inaugurado en octubre del año 2015. Un proceso que contó con la participación activa de 250 mil ciudadanos y ciudadanas que dialogaron en cientos de encuentros y cabildos barriales y comunales. Y que, además, contó con la participación de más de 17 mil participantes de pueblos originarios en el proceso de Consulta Indígena Constituyente.
La propuesta de constitución de Michelle Bachelet está compuesta por cabales 133 artículos y cuatro disposiciones transitorias. En su articulado se consagra un verdadero Estado de Derecho democrático y social y se plantea un avance en la estructuración de un estado solidario. Perfecciona los derechos como igualdad, salud, la educación y trabajo. Cumple con la deuda histórica con los pueblos indígenas y el derecho a la igualdad entre hombres y mujeres. Enfatiza los derechos de los niños, niñas y adolescentes y el derecho a la participación, entre otros. Establece una acción de tutela universal de los derechos, sin distinciones según el tipo de derechos. De esta forma, se establece un sistema que ubica en la misma posición a las libertades individuales, económicas y los derechos sociales en su consagración y amparo. Se profundiza la democracia y se complementa a través de mecanismos de innovación democrática como lo es la iniciativa ciudadana de ley.
En resumen, la propuesta que duerme en el Senado es un texto sustancialmente democrático y moderno, que asume el carácter plural, diverso y cambiante del Chile actual. Un texto mejor y muy superior al que está a punto de plebiscitarse. La propuesta de Bachelet es una oportunidad histórica para consolidar los ideales de democracia y justicia social que se han ido gestando en nuestra sociedad y, además, es una oportunidad para dar continuidad, en márgenes de estabilidad y democracia, al proceso de una nueva constitución para Chile.
La necesidad de una nueva Constitución ha sido un imperativo de las fuerzas democráticas desde la generación y entrada en vigencia de la Constitución de 1980 por lo que renunciar a un proceso de reemplazo sería claudicar a una de las reivindicaciones históricas de la izquierda y el progresismo. En consecuencia, votar “En Contra” no debería, en ningún caso, ser sinónimo de cerrar el proceso, sino abrir una nueva oportunidad. Una para la cual la propuesta que duerme en el Congreso es el camino y Bachelet tiene la llave.