Chile y Arabia Saudita: una cuestionable decisión

  • 26-03-2024

El 2 de octubre de 2018 en Ankara, Turquía, el periodista Jamal Khashoggi ingresó al consulado de Arabía Saudita de donde era originario, a buscar unos documentos para poder casarse con su prometida. Horas antes en el aeropuerto de la misma ciudad, al menos una decena de agentes enviados desde Riyad llegaban y se dirigían a la legación diplomática a concretar el asesinato de Khashoggi.

El periodista saudí era reconocido incluso en los Estados Unidos por sus columnas críticas contra el príncipe heredero de la monarquía de la nación árabe, Mohamed bin Salman. Sus escritos eran publicados por el New York Times y había sido director del grupo medial Al Arab.

Khashoggi no volvió a salir del consulado de Arabia Saudita en Ankara. Los agentes terminaron descuartizándolo y sus restos reducidos a cenizas en la residencia del cónsul del país de la Casa de Saud. Todo quedó grabado por el servicio de inteligencia turco que no escondió luego del crimen que tenía micrófonos en la sede diplomática. Los audios han sido calificados como “escalofriantes” y en ellos se escucha a Khashoggi pidiendo que paren con la tortura y la asfixia a la que era sometido con una bolsa plástica.

Como era de esperar, el príncipe Bin Salman negó su participación en los hechos y los agentes que materializaron el crimen fueron condenados. Incluso, cinco de ellos fueron sentenciados a muerte en un país donde la horca y la espada son métodos aún utilizados con frecuencia. Sin embargo, luego se les conmutó la pena a 20 años de presidio.

La brutalidad de lo ocurrido dejó mal parado a los monarcas sauditas ante el mundo y organismos de derechos humanos, incluyendo a Naciones Unidas. A ellos se sumó un duro candidato a la presidencia de los Estados Unidos Joe Biden, quien declaraba que los convertiría en los parias que eran. Pero la real politik dicta derroteros distintos. Tiempo después y ya en la Casa Blanca, el propio Biden visitó a Bin Salman en su palacio en Riyad donde fueron relanzadas las relaciones, especialmente las comerciales.

Similar es el argumento esgrimido en un comunicado que fue distribuido el viernes 22 de marzo último por la cancillería chilena. Junto a una foto del jefe de la diplomacia nacional, Alberto van Klaveren, y el embajador saudí Khalid Al Salloom, en la nota se señala que el gobierno reestablecerá las relaciones diplomáticas con la reapertura de sus respectivas embajadas a fines de este 2024 o a más tardar el primer semestre del 2025. Esto destacando la posibilidad de “ampliar su presencia en una zona con relevantes oportunidades económicas”. A lo anterior agrega el comunicado que “las autoridades e inversores saudíes han manifestado su interés por invertir en Chile en minería, infraestructuras públicas y agroindustria, así como en proyectos y tecnología en el sector de las energías renovables”.

El escrito de la cancillería destaca en los siguientes párrafos la necesidad de “estrechar lazos con inversionistas públicos y privados de Arabia Saudita”, además de un potencial acercamiento con el Consejo de Cooperación del Golfo cuya sede está radicada en ese país.

Llama la atención el doble estándar de la diplomacia chilena que castiga de manera vehemente con su retórica a naciones menos acaudaladas del área latinoamericana, pero guarda silencio frente a esta monarquía absoluta que es capaz de descuartizar a la disidencia para que no sigan incomodando a su príncipe.

Esperemos que en el consulado saudí en Santiago -ni en ningún otro alrededor del mundo- ocurra lo que a Khashoggi en octubre de 2018.

 

Raúl Martínez, periodista.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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