Brasil: sesenta años de los “Tiempos de Plomo” (y 59 del método Yakarta)

  • 02-04-2024

Durante el cuatrienio de Bolsonaro varios cuarteles y recintos militares brasileños solían engalanarse para festejar el golpe de 1964, en un evento que suscitó la sospecha de sectores políticos que deploraban dicha experiencia, una dictadura que marcó la historia de un país y la subregión.

Aunque el 31 de marzo de 1964 no fue el primero que acaeció en Brasil. Durante la República Vieja (1889-1930) el Ejército se consolidó como la institución nacional decisiva. Tanto los jefes locales (coroneles) como propietarios cafeteros y ganaderos (café com Leite) fueron haciéndose más permeables al poder pretoriano. Alfred Stepan (1975) describió la función política castrense como un papel “moderador”, que combinaba profesionalismo con un grado de politización cada vez mayor producto de elites incapaces de alcanzar acuerdos, lo que propiciaba la intervención castrense en determinadas situaciones críticas para fungir de estabilizadores. Entonces, la clase política competía por cooptarlos. Figuras tan diversas como Getulio Vargas, Juscelino Kubitschek, Jânio Quadros o João Goulart se esforzaron en alcanzar cierta anuencia militar. Era una época que tuvo insurrecciones y revueltas, luego de lo cual el poder volvía a recaer en los civiles.

Sin embargo, el golpe dirigido por el general Humberto Castelo Branco hace 60 años rompió ese “patrón moderador” del Ejército, inaugurando un tipo de régimen específico no sólo respecto del Brasil, sino que se extendió al Cono Sur, con militares gobernando corporativamente y persiguiendo un proyecto refundacional de sesgo anti comunista compulsivo.

No es que el alineamiento occidental pro Washington fuera algo nuevo. Desde la caída de la monarquía Braganza los políticos brasileños se interesaban más en el Norte que en sus vecinos latinos, cuestión que se refrendó con la suscripción del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca en Río de Janeiro (1947), lugar escogido por Estados Unidos para estrenar la primera “malla defensiva regional” que dos años más tarde replicaría en la OTAN.

Tampoco significó que por primera vez líderes uniformados ocuparan puestos políticos en la región: Alain Rouquié (1984) advirtió regímenes sultánicos y/o patrimonialistas en Nicaragua, República Dominicana, Cuba, y el Paraguay de Stroessner durante el siglo XX; así como ejércitos disponibles a zanjar toda crisis mediante intervenciones, o con partidos militares, como Argentina y Brasil desde la década del 30. Sin embargo, en 1964 se instalaba un tipo de régimen político que O’Donnell (1982) designó como Estado Burocrático Autoritario (EBA) una forma de militarismo represivo aliado con burguesías y tecnocracias, todos bajo la egida de las doctrinas de contrainsurgencia francesa y de la seguridad nacional de estirpe estadounidense (en este último caso no se puede soslayar que también hubo gobiernos civiles que lo han referido como el peronismo setentero de María Estela Martínez de Perón y el de Jair Bolsonaro recientemente).

A partir de ese momento Brasil jugaría un papel clave en un acérrimo anticomunismo de la llamada Guerra Fría Interamericana. La Distención y la Detente entre los dos colosos en pugna se extendió mínimamente a América Latina, con un Estados Unidos delegando sus funciones de gendarmería en el Brasil de la nueva dictadura que prevalecería por 21 años hasta 1985.  De hecho, históricamente Estados Unidos había cultivado una relación especial con los militares brasileños, con acuerdos entre los altos mandos de ambos países desde 1940, que incluso contempló la fundación en 1949 de una Escola Superior de Guerra, emulando el National War College.

Hacia esa misma época el Presidente Dutra y posteriormente Getulio Vargas, sin romper con Washington, reforzaban una retórica de desarrollo económico autónomo. El primero se negó incluso a respaldar diplomáticamente a Estados Unidos en la Guerra de Corea. Al mismo tiempo la CIA organizaba operaciones encubiertas que derribó a Mosaddeq en Irán (1953) y a Jacobo Arbenz en Nicaragua (1964). Dicho expediente comenzó a fallar la década siguiente, horadando el prestigio de Estados Unidos, como expuso la invasión de Bahía Cochinos (1961). Tampoco parecía el momento para legiones armadas desplegándose en el flanco sur de la República Imperial –apenas la intervención en República Dominicana de 1964 y más tarde Grenada en 1983-, dirigiéndose sus tropas al Sudeste Asiático. Así la época del Gran Garrote, de las primeras décadas del siglo XX quedó completamente atrás, aunque aquello no equivalió al fin de la injerencia. La opción de poderes regionales subalternos, más una formación doctrinaria y militar, constituía una inversión menos costosa y de riesgo moderado para Estados Unidos. Brasil (1964) e Indonesia (1965) serían los alfiles de esta estrategia global que implicó articular respuestas local-regionales, bajo la égida del método “Yakarta”.

En el caso brasileño convergieron su proyecto verticalista nacional con los dictámenes de la potencia dominante en el hemisferio en el sentido de alineamiento sin fisuras. El Estados Unidos de la primitiva Guerra Fría (1947-1953) había tolerado a los estados subdesarrollados que luchaban por el fin del colonialismo a la vez que se declaraban ajenos al comunismo. Es lo que el historiador noruego Odd Arne Westad denominó axioma Yakarta (2017). Sin embargo, el clima de sospecha y persecución que sembró el macartismo, así como la concreción de un Tercer Mundo afroasiático en la conferencia de Bandung de 1955 que declaraba no adherir a la política de bloques compactos con esferas de influencia, cambió las cosas. El 6 de septiembre de 1961, se celebró la Conferencia de Belgrado en la que se fundó oficialmente el Movimiento de los Países No Alineados cuyo objetivo era permanecer neutrales en el conflicto bipolar. Cuba participó del encuentro y organizó 5 años más tarde la Primera Conferencia Tricontinental en la Habana.

Las superpotencias, sin embargo, no admitirían ni el des-alineamiento ni la neutralidad. Cuba y Yugoslavia habían trazado rutas propias, pero su ejemplaridad respecto a sociedades que podían aspirar a imitarlos, fue evaluada como peligrosa por Washington y Moscú. Y así como la Unión Soviética no trepidó en castigar el aperturismo húngaro en 1956 o el checoslovaco en 1968, Estados Unidos entendió que los países neutrales eran una potencial futura amenaza. Ya no era suficiente un gobierno que vigilara y limitara a la izquierda. Toda disensión o postura independiente fue escarmentada. Por eso cuando Sukarno, el antiguo simpatizante indonesio, comenzó a identificar la lucha anti-colonial con el combate al capitalismo global pasó a ser sospechoso. Lo mismo en el Brasil de Goulart, que simplemente no daba garantías de adhesión completa a las elites locales brasileñas y al proyecto global de Estados Unidos. Las reformas propuestas por “Jango” Goulart a los ojos de sus adversarios podían transformar al Brasil en “la china de los sesenta”, aunque simplemente aspiraba a jugar un papel en el liderazgo del Tercer Mundo. Frente a aquello, la administración de Johnson tomó la determinación que Brasil era el candidato ideal para una lucha contra el enemigo interno (siempre de izquierda) y modernizar su economía: La doctrina de la seguridad nacional. Estados Unidos dejaría de ser visto como el causante de un giro violento, aunque siguiera nutriendo las expectativas de los sectores anti comunistas castrenses que habían recibido la certeza de respaldo estadounidense.

El 31 de marzo de 1964 la narrativa doméstica brasileña apuntó a Goulart como el centro de una conspiración comunista para tomar el poder. Los militares se movilizaron en Río, donde residía el Presidente, quien voló a Brasilia solo para constatar que el alto mando iba a deponerlo. Decidió exiliarse en Uruguay, aunque los militares no se detuvieron y cercaron al Congreso para demandar el abandono de cargos por parte de los parlamentarios de izquierda. Casi 40 lo hicieron por lo que los otros 360 restantes estuvieron de acuerdo en nominar al general Castelo Blanco como nuevo mandatario. Fue una experiencia dictatorial atípica, permitiendo que el Congreso siguiera funcionando, aunque con limitaciones y forzando a los partidos políticos a encuadrarse en un sistema bipartidista en el que oficialismo y oposición estuvieran bajo control.

Sin embargo, aún quedaba camino por recorrer antes que Brasil exportara su experiencia. Otro golpe de estado, esta vez al otro lado del mundo, brindaría la pieza restante del “rompecabezas”. En octubre de 1965 el general Suharto se hacía del poder en Indonesia y comenzaba una caza no sólo de comunistas, sino que de simpatizantes de izquierda y miembros de otras etnias no mayoritarias en el archipiélago. Yakarta, Bali y Java presenciaron una masacre no menor a un millón de personas. Un exterminio en regla. Vicent Bevins le dio una vuelta de tuerca al axioma de Odd Arne Westad, para referir a dicho método, iluminado quizás por lo mensajes pintados en Santiago en el invierno de 1973 como “Yakarta viene” o “Jakarta se acerca”.

Dicha metodología no consentía una oposición por lo que la violencia pasó a ser cotidiana. Aún así la adopción por Brasil del Terror de Estado no fue inmediata, recién bajo la Presidencia del general Médici en 1971 comenzó a extenderse la práctica de desaparición forzada. Ese año Médici se entrevistó con Nixon y Kissinger, asegurando que podía infiltrar exiliados cubanos en la isla. Aunque no lo hizo, en cambio exportó otras prácticas. Brasilia participó en el golpe a Torres en Bolivia, reemplazado por el general Hugo Banzer, además de implementar un estado de alerta frente a un eventual triunfo del Frente Amplio en Uruguay, que no cesó hasta la confirmación de un nuevo gobierno del partido Colorado. De hecho, la dictadura brasileña se había erigido en el modelo autoritario predilecto para la administración Nixon, a veces más fanático en sus posturas anticomunistas que el macartismo estadounidense. Lo anterior explica que agentes brasileros de seguridad fueran asesores en la represión chilena posterior al golpe de 1973 o que Brasil tuviera un papel crucial en la organización de una red regional clandestina de exterminio, la Operación Cóndor fundada en noviembre de 1975 con participación de los servicios de inteligencia y represión de Argentina, Bolivia, Chile, Paraguay y Uruguay. Fue la transnacionalización regional definitiva del Método Yakarta en aquellos “años de Plomo” del Cono Sur.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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