Hoy no se recuerda que, por septiembre de 2021, en el periodo más crítico de ingreso de personas en el norte de Chile; cuando en Iquique las personas estaban varadas por trámites, por falta de políticas, por falta de información, viviendo en plazas y se les quemaban sus cosas; cuando algunos representantes políticos lo único que hacían era pedir más expulsiones; en ese momento, en el sur del país, empresas agroindustriales estaban pidiendo 300.000 personas para sus trabajos temporales que no podían cubrir con trabajaodres nacionales, pese haber estado mucho tiempo en su búsqueda. Por otra parte, somos expuestos constantemente a noticias que sugieren una relación entre migración y delincuencia, a la vez que informes estadísticos señalan que hay más bien una creciente tasa de empleo entre personas migrantes, aunque nada se dice de las condiciones de dicho empleo. ¿Cómo hallar la coherencia para posturas aparentemente tan contradictorias? ¿Se quiere expulsar o recibir? ¿Los y las migrantes son delincuentes o trabajadores(as)? Quizás el verdadero problema ha sido que nos hemos equivocado de problema.
Así, vemos por una parte que, con relato prejuiciado y prejuiciante, se etiqueta al fenómeno migrante, criminalizando a las personas en movilidad humana y promoviendo la falsa idea del control migratorio represivo desde las fronteras del país de acogida como control eficaz de los flujos migratorios. Esta construcción político-comunicacional se transforma en pauta de los medios hegemónicos desplegada en continuidad –durante la pandemia– con una población que sólo recibía comunicaciones oficiales, en momentos en que sentía que su vida estaba amenazada por el COVID-19. A esto se le suma “el miedo al otro”, al migrante, inducido desde los medios de comunicación y las intervenciones de autoridades, que isntalan una suerte de diagnóstico, aunque sin correlato, que se cierra a la discusión y llama a la urgencia. Ese relato excluyente, y los imaginarios contra la migración, dañan la convivencia, y sin embargo se continúan profundizando hasta hoy, con muy pocas variantes.
Frente al crecimiento de la delincuencia en la región y en el país, se ha optado por culpar a la migración para ocultar las debilidades de las capacidades de seguridad humana interna de las policías y además ocultar las faltas de leyes y políticas migratorias adecuadas que generan irregularidad migratoria institucional en trámites interminables, sin medidas facilitadoras, con requisitos imposibles, sin una política coordinada internacionalmente, entre otros factores. Así, también la migración se ocupa como excusa para desviar la atención de los problemas de fondo: la competencia por el acceso a derechos que impone un Estado subsidiario, y la infundada sensación de una falta de oportunidades que más bien responde a las lógicas de un mercado que aun funda su competitividad en las posibilidades de intensificar la explotación del trabajo, prolongando jornadas laborales y disminuyendo tanto los salarios como la seguridad social. Trabajadores nacionales y migrantes se enfrentan juntos a las cada vez más difíciles condiciones de vida que impone la subsidiariedad de derechos y la precarización del empleo.
Esta situación se da en un contexto de crisis de instituciones tanto nacionales como globales promovidas por sectores económicamente hegemónicos, que carentes de legitimidad y de capacidad de convencer, hacen del miedo una herramienta para forzar la aceptación del control social. Estos sectores han visto que para ello era rentable utilizar la política de criminalizar la migración. Haciendo disputarse a sectores sociales precarizados entre sí, la aceptación, por parte de la población, de la aplicación de medidas coercitivas se facilita. Y así el control se extiende sin rechazo, en una situación siempre incierta y proclive a desbordes sociales ante tantas necesidades postergadas.
Esta forma control social, junto a la restricción de derechos, destruye al conjunto de la sociedad, extendiendo el racismo, la xenofobia, la exclusión social. Todo esto tiene malas consecuencias a largo plazo sobre las generaciones nuevas. A su vez, este trato excluyente y de “chivo expiatorio” que hoy afecta al migrante, y que ha afectado y puede afectar a cualquier grupo social, aminora las posibilidades políticas para todos, pues justifica que se puede marginar de la política a una parte de la sociedad, sugiriendo que las decisiones y orientaciones para el país en que vivimos se deben tomar desde la reactividad y el miedo, antes que desde la autonomía y el deseo de algo mejor. Así es que las democracias, en sus diversas versiones de organización social liberal, hoy llegan a estar altamente cuestionadas, al figurar como el vehículo de las barbaries que países poderosos han realizado en su nombre.
Y sin embargo, por otra parte, las migraciones en Chile aportan mucho a las arcas del estado, aun si pocos representantes políticos lo reconocen: por visas, por multas, por su trabajo, por su consumo. Estudios profundos han sido realizados por organizaciones como el Banco Mundial, CEPAL, investigadores y organizaciones no gubernamentales. Pero los medios de comunicación –salvo excepciones muy honrosas– les han dado muy poca cobertura y difusión. La equivocada idea de la migración como una “carga social”, un “gasto”, se perpetúa frente a la ignorancia que provoca la poca difusión. En esa idea falsa de “carga” se apoyan muchos prejuicios, y ellos hacen que el correcto diagnóstico de una sociedad desigual que abandona o condiciona los derechos de sus habitantes –sean migrantes o nacionales– termine equivocándose en la causa: la subsidiariedad que hace que creamos que debemos competir por derechos.
Otra realidad que no se toca dice relación con el crecimiento demográfico de Chile, que ha mostrado dificultades para completar la demanda de mano de obra que es necesaria y esto será más grave a futuro si no hay políticas específicas para darle solución. Entre 2009 y 2017 se crearon 1.170.347 empleos, sin embargo la dinámica demográfica generó un crecimiento de la población económicamente activa de sólo 642.164 personas. La diferencia constituye un déficit demográfico de 528.183 personas, que representan un 45% del crecimiento del empleo. Es decir, no había personas nativas para trabajar, y tampoco políticas que hubieran previsto tal situación. Sin embargo, esos puestos de trabajo sin ocupar fueron cubiertos por el trabajo de personas migrantes. Y, lo que sí es grave, sin políticas públicas orientadas a solucionar ese déficit. En ese mismo sentido, en la década de 2010-2020, la migración contribuyó un 35,2% del crecimiento demográfico total de ese periodo.
Pese a esto, la Fundación Sol en un estudio titulado “Trabajo y Migración: Inserción laboral y valor de la fuerza de trabajo en la población migrante” reveló que cerca del 30% de los migrantes en Chile se encuentra en pobreza multidimensional considerando educación, salud, trabajo y vivienda. El estudio demuestra que la comunidad migrante está más expuesta a condiciones laborales precarias con respecto a los chilenos. Pues una persona no nacida en Chile tiene un 6,8% menos de probabilidad de tener un contrato de trabajo y un 26,6% de probabilidades más de encontrar un subempleo profesional. Por su parte, según los datos entregados por la CASEN, los extranjeros reciben un sueldo inferior en un 15,4% con respecto a los chilenos. Esto, junto a otros factores, hace que exista mayor pobreza monetaria en la comunidad migrante, que corresponde a un 11,3% versus un 6,08% de la población nacional. Así, de acuerdo a datos entregados por la CASEN, en 2022 el promedio de ingresos que percibían los y las trabajadoras nacidas en Chile es de $742.544, mientras que las y los ocupados migrantes promediaron una suma de $628.223, es decir un 15,4% menos. Asimismo, los porcentajes de pobreza extrema de los migrantes alcanzan el 3,9% de la población, mientras que los chilenos en esta situación son solo un 1,8%. En síntesis, hay un mercado del trabajo deficiente, cada vez más precarizante, que está afectando a todos(as) los(as) trabajadores(as) del país, pero en el que a las personas migrantes asumen la peor parte.
Toda esta evidencia muestra cómo, por un lado, la migración se ha integrado a la sociedad en aspectos laborales, demográficos, culturales, sociales en condiciones precarizadas y con políticas ausentes que contribuyen a perpetuar la precarización por parte del estado. A la vez, subraya que los fantasmas del migrante como enemigo –delincuente, ladrón de trabajo, carga social– no tienen asidero: trabaja aunque muy precarizado, no compite con el trabajo nacional sino que lo complementa, y no es una carga, sino un aporte fiscal.
No se puede negar que hay quienes ganan precarizando el trabajo, el salario, la vivienda de los(as) trabajadores(as), sean migrantes o no. Los disfuncionamientos de la legislación migrante para optimizar los derechos y los aportes de estas comunidades a la sociedad, son bastante rentables para los sectores económicos que se benefician del trabajo migrante y local. Son ellos quienes mantienen y podrían extender –de ser permitido– el 27,6% de trabajo precario que existe en el país y que afecta a más de 2 millones y medio de personas y que crece en los últimos 12 meses en un 4%. Esto nos obliga a pensar nuevamente cuál es el problema en cuestión, pues la precarización a que se somete a personas migrantes no es algo extraño, ya que lo que se aplica a esta parte de la población se extiende al conjunto de los trabajadores, como venimos viendo desde hace al menos 5 años. Puede que nuestro problema no sean las migraciones.
Por Eduardo Cardoza, miembro del Movimiento Acción Migrante y Víctor Veloso estudiante del Doctorado en Estudios Americanos de IDEA-USACH. Ambos son investigadores del proyecto Fondecyt N°12401125 “Migración y Trabajo”, dirigido por la Dra. María Emilia Tijoux, en cuyo marco se desarrolla esta columna.