Recientemente, la vicepresidenta y candidata demócrata, Kamala Harris, dijo que “Donald Trump está cada vez más inestable, desequilibrado, y busca un poder sin límites. Eso es lo que quiere. Quiere usar a las Fuerzas Armadas contra los ciudadanos estadounidenses”, al sugerir el ex presidente de usarlas para enfrentar una supuesto “enemigo interno”. Sin embargo, el problema de la democracia en Estados Unidos va más allá (sus raíces son más profunda) que la figura de Trump, a pesar de que este personaje simbolice bien la crisis.
Cuando asumió Trump la presidencia en el 2016, no tenía experiencia en el servicio público (reglas, prácticas y rendijas). Tampoco tenía la posibilidad de atraer a suficientes políticos leales y que tuvieran experiencia en el ejercicio gubernamental. En ese entonces, como actor nonato en este aparato, aún no se sentía frustrado/enojado con las limitaciones del cargo, sentimientos que desarrolla posteriormente. Tampoco tenía un proyecto concreto de reformas institucionales con efectos negativos para la democracia y que contribuyesen a darle más poder y “rienda suelta” a sus anhelos personales, como buen liderazgo populista autoritario. Por último, líderes republicanos aún eran críticos de él y, más de algunos, lo menospreciaba.
Sin embargo, todo esto cambio. Ahora, si Trump es reelecto en noviembre, tiene muchas más oportunidades y motivaciones para debilitar aún más las reglas básicas del juego democrático. Ya tiene cuatro años de experiencia como presidente y, por tanto, conoce bien el aparato público. Ha construido una base amplia de políticos incondicionales (no solo tiene a MAGA y otras organizaciones de extrema derecha, sino que se adueñó de un Partido Republicano que ha perdido todos los límites de convivencia y tolerancia democrática).
Muchos de sus adherentes ya tienen experiencia en la burocracia publica al haber trabajado en su administración y, legalmente, podrían ser desplegados en miles de cargos decisivos a lo largo de toda la burocracia federal. Disfruta del apoyo entusiasta de la mayoría de los parlamentarios republicanos. Controla la mitad de los tres poderes del Estado (6 de los 9 jueces de la Corte Suprema le son leales, controlan la Cámara de Representantes y varios Estados han adherido a este populismo autoritario).
Finalmente, en un escenario de aumento de la violencia y amenazas políticas, esta decidido a combatir todas las limitaciones partiendo por reemplazar a miles de funcionarios opositores y/o apartidistas con sus adherentes y/o limitar a la prensa independiente (es una estrategia de la extrema derecha a nivel mundial).
En 1977, Richard Nixon afirmó en una entrevista con David Frost, a propósito del escándalo de Watergate (1972) donde hubo una irrupción ilegal en la sede del Comité Nacional Demócrata, que: “… cuando lo hace el presidente, no es ilegal”. Y Nixon tenía mucha razón. El presidente en EE.UU., casi ante todo evento, se sitúa por encima de la ley. Al fin y al cabo, subordinado a él se encuentra el Departamento de Justicia, además de nombrar las vacancias en el Poder Judicial. De este modo, en un contexto polarizado con llegada estrecha (y seguramente discutida) una posible nueva llegada de Trump a la presidencia supone una amenaza real al llegar al escalón más débil y poderoso de la democracia.
A pesar de que el “catastrófico” retorno de Trump y su autocracia se ven un poco más difuso con la ola azul que generó el relevo de Kamala Harris a Biden y con diversos pronósticos como el de las 13 llaves del historiador Gabriel Licthman (gurú electoral) y que da como resultado el triunfo de Harris en esta estrecha y polarizada elección (las encuestas dan 50 para Harris y 48 para Trump), por el tipo de elección queda duda el número representantes para el Colegio Electoral (la tragedia de Gaza y el voto árabe-musulmán en los swing states puede ser fundamental) y si la contraparte aceptará los resultados o los peleará en la calle y las cortes. Quizás lo más significativo del momento actual a diferencia de otros períodos de crisis (incluyendo el de la Guerra Civil) es que hay un sector de votantes radicales (léase Partido Republicano y otros grupos de extrema derecha) que se niegan a aceptar los resultados cuando pierden. En palabras de Juan Linz sería una ausencia de “actores semileales”, siendo el asalto al Congreso del 6 de enero de 2021 la manifestación más extrema de esas posiciones.
EE.UU. requiere para una buena salud democrática, entre otros, de un nuevo andamiaje jurídico reflejado en un remozamiento constitucional y en un conjunto de leyes destinadas a fortalecer el equilibrio e independencia de los poderes para evitar los abusos, de mecanismos adecuados que garanticen una real representación, de esferas de control de estas normas y de sus procesos nacionales, y del reforzamiento de reglas no escritas (límites y buenas prácticas) de comportamiento que eviten la degradación como advierten los politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt.
Sin embargo, este un problema que se ancla en la coyuntura a la vez que en la historia del país. Los padres fundadores se encontraban entre las personas más ricas de las colonias cuando redactaron y firmaron la Constitución. Esto explica porque concibieron como una parte medular de la democracia el respeto a los derechos individuales y como parte más secundaria (más formal) el juego entre mayorías y primeras minorías electorales. Si bien en El Federalista en miras al nuevo gobierno, personajes como Hamilton, Madison y Jay expresaron que era “esencial que (éste) proceda del gran conjunto de la sociedad, no de una parte inapreciable, ni de una clase privilegiada de ella”, la realidad fue otra y una elite económica monopolizó el sistema político desde su origen. Es decir, y como lo expresa Meiksins Wood (The Origin of Capitalism), el pueblo no fue definido como una comunidad activa de ciudadanos, sino que como una colección desagregada de individuos privados representados por un distante estado central, donde la “igualdad cívica” podía coexistir con la exclusión y la desigualdad (una democracia formal sin tocar las relaciones económicas).
El hecho de que el dinero jugó y siga jugando un papel sustancial en la política, ha atentado en contra de uno de los atributos más apreciados de la propia Declaración de la Independencia, la igualdad. En un análisis de hace un par de años, Matt Bruenig expone que “el 10% de los hogares más ricos poseen el 73% de la riqueza del país, mientras la mitad más pobres solo con el 2%”. En EE.UU., como en todo el mundo, los superricos disfrutan de “tipos impositivos efectivos” que anualmente no les cuestan más que un 0,5% de su riqueza personal (Global Tax Evasion Report 2024). Esto, a pesar de que la Carta Magna define que “todos los hombres son creados iguales”, concepto que EE.UU. ha resaltado históricamente a través de la realización personal, el igualitarismo y el universalismo como pedestales de su sistema de democrático como lo afirmaba Alexis de Tocqueville a principios del siglo XIX.
Sin embargo, desde sus inicios soberanos el concepto de la igualdad ha estado anclado al desarrollo de un sector específico de la población (léase “hombres blancos sajones propietarios”), excluyendo a importantes grupos que no participaron plenamente de los beneficios políticos, económicos y sociales del modelo que se instauró en 1776. John Jay dijo: “la gente que posee el país debe gobernarlo” Esta contradicción, como lo observan Silvina Romano y María José Magliano, se ha mantenido entre el sistema de valores y la forma en que las “minorías” fueron tratadas, como el caso de los afroamericanos (ej. la abolición de la esclavitud no mejoró su nivel de marginación, ahí esta el término “separados pero iguales” con las leyes como Jim Crow), los nativos con el despojo de tierra y costumbres, las mujeres con su voto tardío y labores secundarias y, más recientemente, otros grupos como los latinos y otras minorías. Jefferson sostenía que había muchas desigualdades en EE.UU.: ricos y pobres, hombres y mujeres, negros y blancos. Pero agregaba que la incapacidad de una sociedad para vivir en absoluta conformidad con un ideal, no invalida ese ideal.
Una de las consecuencias de esta realidad, es que se abandonó la idea y práctica del autogobierno, a la vez que se gesta una ciudadanía pasiva, replegada en sus intereses individuales y consumidora irreflexiva de mensajes, una que deja la toma de decisión solo en manos de sus representantes, siendo los ciudadanos son del última ratio frente a las autocracias y tiranía. No sorprende, entonces, que muchos políticos que difunden mentiras y continúan deslegitimando las bases del sistema sigan en primera línea. Esto, como lo expresa Sebastián Royo, ha llevado a la aprobación de políticas que están cada vez más desconectadas de la opinión pública. Ahí están las decisiones conservadoras del Tribunal Supremo en temas como el aborto (roe vs wade), de los derechos de voto o de las armas, que van a contra sensu de una mayoría que prefieren políticas más moderadas. Una razón relevante de esta desconexión entre preferencias mayoritarias y decisiones políticas, son los principios constitucionales y/o los arreglos institucionales basados en tradiciones y principios históricos de defensa de minorías (criterios no democráticos y ahistóricos, pero legales).
Es claro que el voto popular y la soberanía detrás de este acto, hoy están distorsionados en EE.UU. Hillary Clinton gano las elecciones del 2016 por casi 3 millones de votos, sin embargo, Trump fue electo presidente porque ganó en los delegados del Colegio Electoral. Aunque el número de casos es menor, no fue la primera vez que produjo esta contradicción. El primer caso fue en 1824, cuando John Quincy Adams se alzó con el triunfo a pesar de obtener con menos votos “populares”. Le siguieron los casos de Rutherford Hayes en 1876 y Benjamín Harrison en 1888. La penúltima ocasión fue el paradigmático caso de Al Gore en el 2000, donde la riña electoral por la Florida (29 votos electorales) acabó judicializándose, y por 5 votos a 4 la Corte Suprema le dio la victoria a George Bush Jr. y la presidencia, a pesar de que Gore obtuvo medio millón de votos más. Esta “anomalidad” puede repetirse y con una Corte Suprema de mayoría conservadora nombrada por Trump.
Otra distorsión es la elección del Senado, donde se requiere mayorías calificadas para pasar la mayoría de las legislaciones (es un tapón) y que será de vital importancia en la próxima administración. La Constitución otorga dos senadores por estado con independencia de la población dando mucha mayor representación a estados con mucha menos población (valor desigual del voto). Así, por ejemplo, California con cerca de 40 millones de habitantes tiene los mismos senadores de Wyoming que tiene medio millón. Pero estas contradicciones no paran ahí, también se hacen evidentes en el federalismo en cuya situación los estados miembros controlan y limitan al gobierno central, muchas veces imponiendo sus propios criterios y diferenciándolos del resto de los estados y del gobierno nacional. Parte de ello, es el poder de “gerrymandering”, la redistribución de los distritos electorales en función de optimizar la votación y el poder (los republicanos lo implementaron en estados del sur y en centros populosos como Texas, Georgia y Florida con limitaciones de la Corte Suprema) o la limitación de la libertad de información (en el condado de Orange-Florida se han prohibido libros de variados autores en los colegios).
La creciente polarización, el estancamiento en los niveles de vida, el aumento dramático de las desigualdades, la desconexión creciente entre las políticas y los votantes, el aumento de la violencia política y de la inseguridad, el creciente deterioro y disfunción de las instituciones, el no respeto de normas no escritas, son algunas de las expresiones de la crisis que viven EE.UU. Los principios de tolerancia mutua, paciencia y abstención (Levitsky y Ziblatt), claves para el buen funcionamiento de la democracia, están cada vez están más erosionados como los incentivos para buscar acuerdos. Cada vez importan menos el “qué”, los principios/programas de los partidos, los discursos (aunque se mienta) y el “quién”.
En definitiva, en esta estrecha carrera presidencial entre Kamala Harris y Donald Trump (y no importando quien gane) en EE.UU. hay una serie de riesgos específicos y profundos para el sistema democrático y la convivencia política-social, y que tendrán repercusiones en todo el mundo. No es casualidad, que Erwin Chemerinsky, decano de la Escuela de Derecho de la Universidad de California en Berkeley y eminente jurista, haya llegado a decir su libro “No Democracy Lasts Forever: how the Constitution Threatens the United States”, que “creo que si no se solucionan los problemas de la Constitución (y si el país sigue por el camino actual) nos dirigimos a serios esfuerzos de secesión”. La elección de ahora importa mucho, pero el problema de la democracia trasciende a ella.