La reciente tragedia en el Internado Nacional Barros Arana (INBA), donde 35 estudiantes resultaron con quemaduras tras un accidente relacionado con la manipulación de artefactos explosivos, es un claro indicativo de las profundidades de la crisis educativa y social que enfrenta Chile. Cuatro de los jóvenes se encuentran en riesgo vital y 17 más con heridas graves, lo que nos obliga a cuestionar no solo la responsabilidad de la comunidad educativa, sino también las condiciones sociales y políticas que han permitido que este tipo de situaciones se normalicen.
El aumento de la violencia escolar ha sido alarmante desde el regreso a clases post-confinamiento. En Chile, la Superintendencia de Educación reportó un incremento del 27,7% en denuncias relacionadas con la convivencia escolar entre 2019 y 2022. Este fenómeno no es exclusivo de nuestro país; a nivel global, naciones como Estados Unidos y varios países europeos también han experimentado un aumento en la agresividad y los episodios violentos dentro de las instituciones educativas. Las tensiones derivadas de la pandemia han exacerbado problemas preexistentes, como la crisis de salud mental entre estudiantes y docentes, y han revelado una estructura escolar que se asemeja más a una prisión que a un espacio educativo seguro.
La violencia en las escuelas no puede entenderse sin considerar el contexto más amplio de marginalización y exclusión que enfrentan las juventudes en nuestra sociedad. Existe un adultocentrismo arraigado que deslegitima las voces de niños y adolescentes, dejándolos fuera de los espacios de decisión y protagonismo que les corresponden. Este desdén hacia sus experiencias y necesidades crea un caldo de cultivo para la frustración y el resentimiento, conduciendo a episodios de violencia que no solo son una respuesta a las injusticias que viven, sino también una señal de que su voz ha sido sistemáticamente ignorada.
El uso de la ley Aula Segura para expulsar a estudiantes, en lugar de abordar las raíces del problema, es una respuesta insuficiente que solo transfiere la violencia a otros liceos. Este enfoque punitivo ignora las condiciones carcelarias que enfrentan los jóvenes: rejas, vigilancia extrema y un ambiente hostil que les impide desenvolverse en un espacio donde deberían sentirse protegidos y valorados. La verdadera violencia que experimentan los estudiantes radica en la falta de espacios de participación, en la represión policial y en la precariedad de sus vidas cotidianas, marcadas por un individualismo y una competitividad impuestos por un sistema neoliberal que los deja desprovistos de herramientas para afrontar sus realidades.
La tendencia a criminalizar a la juventud, asociada a un discurso político que instrumentaliza el miedo y la inseguridad, es una estrategia de control que se encuentra en la línea del fascismo. En este contexto, la política de “seguridad” se utiliza para ganar apoyo popular, permitiendo que ciertos sectores capitalicen el descontento social y justifiquen la represión. La acusación de sectores de la derecha hacia la izquierda de ser responsables de la creación de grupos anarquistas distorsiona la realidad, ya que estos colectivos han surgido como respuesta a un sistema que les ha negado el acceso a oportunidades y los ha mantenido al margen de la institucionalidad. La polarización y el estigmatización de estos grupos anarquistas, que se declaran ajenos a la institucionalidad política representada por el Partido Comunista y otros actores de la izquierda, son parte de una narrativa que busca desviar la atención de las verdaderas causas de la violencia.
A pesar de que algunas de estas agrupaciones pueden recurrir a acciones que parecen caóticas, es crucial entender que su aparición es, en gran medida, una manifestación del descontento acumulado en una sociedad que no ha sabido escuchar. Estos grupos, aunque presentan una visión anarquista, a menudo carecen de una estructura política clara que les permita canalizar su frustración de manera efectiva y sostenible. El desafío que enfrentan es doble: deben lidiar con la percepción pública de ser “violentos” y “destructivos”, lo que dificulta su capacidad para generar apoyo popular, mientras que su falta de un marco de acción claro limita su conexión con movimientos más amplios de resistencia social.
La reciente tragedia en el INBA debe ser un llamado a la acción para todos los actores involucrados en la educación y la política. No se puede seguir criminalizando a los jóvenes, quienes son víctimas de un sistema que les niega sus derechos y los empuja a la marginalidad. La respuesta no debe ser la represión, sino la creación de espacios seguros donde puedan manifestarse sin temor a ser perseguidos, donde se fomente la salud mental y el bienestar social, y donde se ofrezcan soluciones integrales en lugar de respuestas fragmentadas y disciplinarias.
Hoy, lo primero es asegurar la recuperación de los estudiantes afectados y brindar apoyo a sus compañeros y familias en un momento de profundo dolor. Es imperativo que la comunidad educativa se una para transformar la cultura escolar y replantear cómo se aborda la violencia. Si queremos construir un futuro donde nuestros jóvenes se sientan valorados y escuchados, debemos priorizar su bienestar, su derecho a manifestarse y su necesidad de ser parte activa de la solución a los problemas que les afectan.
La situación en el INBA es solo un reflejo de una crisis más amplia que afecta a nuestra sociedad. La educación debe ser un espacio de crecimiento y libertad, no de miedo y represión. Es tiempo de repensar nuestras prioridades y construir un sistema que reconozca la dignidad de cada estudiante, donde la violencia sea reemplazada por el diálogo, la empatía y el respeto mutuo.
La verdadera resistencia debe buscar la construcción de un movimiento que no solo desafíe el statu quo, sino que también promueva la solidaridad y el cuidado mutuo. Solo así podremos evitar poner en riesgo a quienes nos dicen representar y, en cambio, crear un futuro donde todos, sin excepción, puedan encontrar su voz y su lugar en una sociedad que, a fin de cuentas, les pertenece.
La autora es comunicadora Social y diplomada en Pedagogías Colaborativas y Protagonismo de la Niñez