El título corresponde a la novela de la autora chilena Andrea Maturana que narra la historia de dos amigas que, marcadas por el dolor que las relaciones afectivas y otras no tanto, deciden hacer un viaje juntas al norte de Chile. Allí, bajo el calor del desierto surgen las heridas y marcas que dejaron en sus cuerpos y hoy sólo en sus memorias el abuso sexual o el desamor.
De la misma manera cómo Elisa y Gabriela, los personajes principales de esta novela revisan esas llagas que permanecen en sus memorias y que no paran de supurar, es cómo los chilenos hoy somos testigos de las heridas que han dejado en nuestro cuerpo social las décadas de desidia política, fanático consumismo e indolencia valórica.
Preocupados por conseguir una nueva tarjeta que nos permitiera comprar en módicas cuotas el objeto soñado del momento, es que fuimos hipotecando el alma nacional a un sistema siniestro y egoísta que nos fue dividiendo aún más entre ricos y pobres, entre quienes pueden subirse a la “4×4”del confort y a la modernidad, y quienes deben esperar en las largas filas del Transantiago de la aglomeración y la vergüenza.
En la idea de que nuestro tránsito a la democracia se fortalecía de la misma manera cómo se manejaba el superávit estructural, es que fuimos olvidando las redes sociales más básicas. Ilusionados con la mayor penetración de la telefonía celular de América Latina es que creímos que estábamos conectados sin caer en la cuenta de que el abismo de desconocimiento entre nosotros se hacía cada vez más profundo. Así nos encontró el terremoto de febrero de 2010, mientras aún permanecía en el aire la promesa de cambio de una recién estrenada coalición política en La Moneda, la destrucción dejó al descubierto la débil prosperidad de la que nos jactábamos y la nula comunicación que habíamos cimentado.
El daño ya está hecho. Es el que se ha inflingido a decenas de generaciones de chilenas y chilenos que hoy con diplomas de mentira buscan un trabajo para saldar la deuda con un sistema educacional que funciona como el mejor de bazares orientales: repleto de ofertas que brillan como el oro con un ensordecedor griterío de promesas e ilusiones de telón de fondo.
Las nuevas generaciones, hábiles en el arte de desenmascarar en un par de cliks a los falsos encantadores de serpientes, han decidido echar, de la misma manera cómo Cristo expulsó indignado a los mercaderes de la casa de su padre, a los actuales comerciantes del sacrosanto campus de la educación.
El daño ya está hecho y ya no basta con la oblicua mirada al cielo esperando un milagro, cuando muchos jóvenes se han jugado un año de su escolaridad con tal de despejar el camino y ordenar las cosas de manera definitiva.
Cansados de ser tratados como consumidores de la educación, los jóvenes son hoy sujetos de cambio social. Pero necesitan ayuda y no resulta demasiado difícil imaginar a profesionales de distintos ámbitos que estén dispuestos a organizar, a la vieja usanza de las ollas comunes durante la Dictadura, una red social de apoyo en lo urgente que prepare para la PSU a quienes tengan que rendirla, o en las variadas materias del colegio, a quienes no han asistido a clases. Profesionales de excelencia y de diversa índole que estén dispuestos a entregar parte de su tiempo; bibliotecas públicas o centros comunitarios dispuestos a acoger a pequeños grupos de estudiantes que puedan ser parte de esta experiencia lo más cerca de sus domicilios de modo de no perder tiempo ni dinero en el desplazamiento; editoriales nacionales que donen los libros indispensables para enfrentar las necesidades del currículum; mecenas que donen los materiales y útiles escolares… Una red urgente que permita aliviar la carga de quienes siguen marchando en pos de un cambio definitivo.
Un gesto mínimo pero solidario que busca reparar en parte el gran daño.