A falta de políticos...

  • 26-08-2012

Mucho se discute, y desde hace tiempo,  respecto de lo que sería la falta de proyecto por parte de quienes se dedican a la política en Chile. La sentencia atañe especialmente a los partidos políticos en su calidad de instancia intermedia entre la gran masa de ciudadanos más o menos politizados y los “profesionales” llamados a ejercer un mandato electivo. Lo que para algunos es sobre todo un diagnóstico (tenemos un problema, a ver cómo lo resolvemos, salvemos a los partidos políticos porque no tenemos nada mejor y son la base de nuestro sistema democrático…) para otros es reproche (los partidos políticos no nos representan, no están capacitados para representarnos, sus intereses son diferentes…). Por supuesto, existe gran variedad de posiciones intermedias. También las hay más extremas. No hace tanto un politólogo francés –refiriéndose no a los partidos, pero sí a los políticos de su país– retomó la frase de una famosa película y asestó una crítica asesina: “están muertos y no saben que están muertos”.

Pero dejemos un momento de lado los partidos y los políticos para encarar el tema de los proyectos. ¿Hay o no hay? ¿Quién tiene un proyecto político en Chile?

La derecha tiene un proyecto. Lo tiene desde hace mucho. Nunca lo dejó de tener. Lo ha ido modificando según los imperativos de cada época y los intereses específicos de los sectores que representa. Es de notar que el proyecto o –mejor dicho– los proyectos, los múltiples proyectos de los sectores de derecha no se dan prioritariamente en los escenarios de la política formal (partidos, congreso, gobierno). La derecha tiene sus propios escenarios y en ellos define sus prioridades, sus valores, sus objetivos, sus métodos específicos, acordes a las necesidades del momento. Lo hace todos los días, construyendo, reafirmando, elaborando en múltiples espacios las bases de su poder. En la medida en que admitimos que el poder es otra cosa que un señor (o una señora) con patitas que tiene su oficina en un palacio presidencial, no es absolutamente necesario que la derecha entre a La Moneda, aunque sin duda es más cómodo (para ella) hacerlo. “Chile: atendido por sus dueños”. Las voces anónimas de todos los muros suelen ser ocurrentes. Me atrevería a decir que la derecha chilena existe sobre todo como proyecto político –incluso como visión de país– más allá del nombre de los partidos que la representan ocasionalmente y que son más de dos.

¿Qué pasa con la izquierda? Es cierto que hay varias pero tampoco tantas. Respecto a la izquierda concertacionista: ¿tiene esta izquierda un proyecto propio? A primera vista, no. Todo parece indicar que se ha dedicado en los últimos veinte años a no interferir en los proyectos de los demás. Sin embargo, como algunos observadores también lo han hecho notar, esa aparente carencia constituye en sí un proyecto y no sólo una postura. No cuestionar, no discutir, no enfrentar el proyecto político de la derecha. En el mejor de los casos: “mejorarlo”. Lo que a su vez ha tenido efectos. Entre otros: desdibujar las modalidades de la participación popular en los asuntos públicos. ¿Participar? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Votar? ¿Por quién? ¿Por qué? ¿Para contribuir a qué? Respecto a lo que se podría llamar las izquierdas diseminadas, no concertacionistas, el caso es un poco distinto. Posiblemente tengan una visión de país diferente que no ha logrado desembocar en un nuevo proyecto político. Entiéndase: un proyecto distinto al de la derecha y no una reformulación tipo neo-socialismo-liberal.

Considerando que los partidos aparentemente centristas no constituyen otra opción sino que se definen –al igual que la izquierda concertacionista– por el mayor o menor grado de apoyo a los proyectos derechistas, ¿qué nos queda?

Nos queda la lección de los estudiantes. La movilización que protagonizan, día tras día, cuestiona los fundamentos mismos de lo que ha sido la política chilena en los últimos veinte años y subraya algunos ejes por donde pasa la continuidad entre gobierno democrático y régimen militar.

Por lo mismo, y por otras razones, sería erróneo analizar sus planteos, demandas y propuestas como la mera expresión de un conflicto sectorial. La educación no involucra sólo a los estudiantes, a los docentes, a las autoridades de un ministerio. La educación involucra al conjunto de la población porque es uno de los pilares que determinan lo que serán los ciudadanos y futuros profesionales de un país. Es un aspecto de la cuestión. Hay otros. El que quisiera enfatizar es el siguiente. Los estudiantes movilizados, incluso los más jóvenes, los que –como bien señaló Eloísa González– tienen edad para ser detenidos pero no para votar, no sólo se quejan, proponen. Sus propuestas son precisas como lo expresa el último documento difundido por la CONES (“compendio de demandas y propuestas estudiantiles”). Ocurre que para poder atender esas demandas y esas propuestas, especialmente las que tienen que ver con la gratuidad y la dimensión comunitaria que podría tener una nueva educación pública en Chile, hay que cambiar de óptica y no sólo de óptica: hay que repensar completamente el país que se quiere.

Eso es (también) lo que mató la dictadura y lo que enterró la democracia. La posibilidad de generar, difundir y sostener otros términos, otro vocabulario, es decir otras inquietudes, urgencias y propuestas políticas que no fueran las de la derecha.

Los estudiantes chilenos no son los únicos que han señalado la continuidad de los gobiernos concertacionistas respecto al modelo de país que instauró la dictadura. Pero quizás no sea exagerado decir que nadie, en el espacio público chileno, lo había señalado con tanta fuerza para oponer, a esa continuidad, un NO radical. Lo que hay que entender es que este NO de los estudiantes se da fundamentalmente como ratificación del NO de 1988. ¿O se trataba meramente de cambiar los mecanismos de designación de los gobernantes? ¿A qué se le dijo NO exactamente? Habría que poder discutirlo tantas veces como necesario.

Los estudiantes se encuentran hoy en situación de riesgo. Es preciso que la enorme creatividad de la que dan cuentan les permita seguir priorizando la palabra y esquivando el palo. Seguir buscando nuevas formas de promover el diálogo, de organizar y concretar propuestas. En este proceso, es posible –pero no seguro– que haya más preguntas que respuestas. De ser así, la decisión de sumarse o restarse a la invitación que ellos hacen de discutir, de acercarse al movimiento estudiantil, debería ser tomada de manera conciente. Porque el rumbo que tomará o no dicho movimiento no sólo está en manos de los estudiantes ni –esperémoslo– de las fuerzas especiales sino de todos aquellos que puedan participar, inclusive discrepando en tal o cual aspecto.

Esa invitación es sumamente osada. No sólo en su jerga. Entre líneas, nos dice que día a día, sectores, que no son de derecha, podrían ocupar espacios que no son los escenarios habituales de la política formal en pos no meramente de una educación diferente sino de un país diferente. En pos de una nueva sensibilidad, de una nueva cultura y hasta de una nueva racionalidad política.

En ciertos aspectos, esa invitación tiene valor de libro –literalmente– blanco. Un libro haciéndose en donde no todo está escrito. Quizás sea una oportunidad histórica de recordar que los proyectos, antes de ser defendidos, primero se elaboran. Con profesionales, cuando los hay. Y si no con estudiantes.

 

 

 

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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