El rito del bipartidismo se cumplió una vez más en EEUU el 6 de noviembre, cuando una mayoría de estados decidió otorgar un nuevo período de cuatro años al Presidente demócrata Barack Obama como antes de él lo hiciera, sucesivamente, con el republicano George W. Bush y el demócrata Bill Clinton.
En otras ocasiones el electorado de la nación norteamericana decidió alternancias más inmediatas, negando la reelección a Bush padre y Jimmy Carter y la entrada a la Casa Blanca a Hubert Humphrey, el heredero del Presidente Johnson, quien no pudo repostularse, abatido por la guerra de Vietnam.
Esta vez, la cultura del bipartidismo tuvo otra expresión con una Cámara de Representantes que seguirá dominada por los perdedores de la elección presidencial y un Senado en el que el Jefe de la Nación retiene su mayoría. Esto se da sin caer en la grosería de un sistema binominal, porque lo que rige es una modalidad mayoritaria uninominal, según la cual en cada división electoral se elige un solo representante y un único senador.
El nuevo trasfondo del comicio de anteayer martes es la extrema polarización política que se está dando crecientemente desde hace seis años en la sociedad estadounidense, con parientes que no se hablan o pelean por razones ideológicas, y con radioemisoras que destilan horas de fanatismo partidista, de lo cual el canal de TV Fox, de extrema derecha, es una pálida réplica.
La irrupción del Tea Party vino a expresar, con acritud, ideas muy arraigadas en el individuo medio: el rechazo a los impuestos, la existencia de un Estado (“government” lo llaman) que se mete en cosas que debieran ser resorte de la gente libre. Esta debe construir por sí misma su propio bienestar, a través del emprendimiento y esfuerzo personal, sin ataduras comunitarias ni intervencionismo gubernamental.
La vehemencia de estos ultraconservadores se hizo sentir con fuerza en el seno del partido Republicano, en sus primarias y en la Convención presidencial, donde los militantes más recalcitrantes debieron optar finalmente por un candidato más pragmático, el que no satisfaciéndolos recogió sus posturas. Desde luego, que una vez conseguida la candidatura, Mitt Romney se fue deslizando hacia el centro, en una maniobra que irritó al Tea Party y no convenció a los moderados.
Aunque el republicano tuvo una actitud abierta en su desempeño como gobernador de Massachusetts, su dicho de que el 47 por ciento que no votaría por él lo constituían zánganos que deseaban seguir viviendo del Estado lo reverdeció como el dueño de una tremenda fortuna, que alguna vez le dijo a alguien en una reunión: “Te apuesto medio millón de dólares que el asunto no es como tú dices”.
Cuando la tormenta Sandy desoló Nueva York y Nueva Jersey, la imagen de un presidente Obama desplegando los recursos del gobierno y coordinando la ayuda pública pudo contrastarse con la del político Romney, que se había pronunciado hasta antes del desastre por la eliminación de la gubernamental Agencia Federal para el Manejo de Emergencias y que se opuso con vigor a la reforma de la salud conocida como la “Obama Care”, que aseguraba atención médica a todo quien la necesitase.
A pesar de desmarcarse de los dos candidatos al Parlamento que hablaron de la “violación legítima” y de que los embarazos por violación ocurren “por voluntad de Dios”, la candidatura del ex gobernador –que fue obispo de la iglesia mormona- apareció asociada al fanatismo religioso y político de la extrema derecha y eso contribuyó a su derrota (también a la de los dos candidatos de las violaciones).
Más allá del desencanto de los ciudadanos que volvieron a votar por él, Obama se favoreció con la polarización ideológica que estalló con la crisis económica que dejó como legado su antecesor republicano.
Los cambios demográficos que se están reflejando en el padrón electoral obraron también en la reelección del gobernante que no pudo cumplir con sus promesas de reactivar la economía y el empleo (aunque el manejo de las estadísticas le permite argüir algunos pequeños logros). Al dramático crecimiento de la población latina vinieron a sumarse la movilización de los afro y asiático estadounidenses y los jóvenes que nuevamente se restaron a la abstención –el voto es voluntario-, para sufragar masivamente por él; lo mismo las mujeres –sobre todo las solteras-, que en un 55 por ciento lo prefirieron sobre los machistas republicanos.
Todos ellos, más grupos de interés como los ambientalistas y homosexuales, confirman una suma de minorías y una bomba de tiempo demográfica en la medida que llegue a superar a los blancos mayores de 65 años que votaron republicano.
Parafraseando una célebre frase acuñada en la campaña de l992, “es la economía, estúpido”, hoy se está diciendo “es la demografía, estúpido”. La nueva coalición sociológica produce esas emotivas imágenes que se ven en los medios, con rubias muy gringas y hombres caucásicos junto a afros, migrantes del Cercano y Lejano Oriente, y morenos latinos, compartiendo multitudinariamente la alegría por el triunfo del negro Barack Hussein Obama.
Pero el bipartidismo vuelve a expresarse cuando Rommey saluda –con algo de tardanza y escuetamente-la victoria de su contrincante y éste anuncia que lo invitó a trabajar juntos. Claro, el Presidente lo necesita por la mayoría opositora que la ciudadanía impuso –sin votación indirecta, como en la elección presidencial-, en especial para salvar al país del precipicio financiero que se anuncia para comienzos del próximo año.
La unidad nacional a que convocó el reelecto mandatario es algo que invocan todos los líderes en el mundo, pero en EEUU adquiere dos connotaciones especiales: sus clases dirigentes aman el “american style of life” e incluso progresistas como Obama piensan que el sueño americano es posible de realizar. Como él mismo lo consiguió no es que no se dé cuenta que para los grandes cambios que propicia se precisan reformas estructurales; simplemente no las desea.
El otro factor es que como megapotencia –aunque venida a menos-, la nación se considera destinada a jugar un papel crucial en el mundo, lo que se traduce en acendrado chovinismo y en una política imperialista. De ahí que la cerrada oposición de los representantes republicanos al gobierno demócrata se exprese también en el plano internacional cuando le reprochan actitudes poco firmes contra los enemigos de la seguridad “americana”.
Tampoco en este terreno Obama cumplìó ciertas promesas, como la de cerrar la prisión de Guantánamo y exigir a Israel –con cuyo Primer Ministro no se entiende- el cumplimiento perentorio de los plazos para dejar de levantar asentamientos judíos en territorio palestino.
En política exterior se confirma que, pese la polarización actual entre conservadores y liberales, el bipartidismo termina por imponer sus códigos en la forma de hacer oolítica en los Estados Unidos.