Habría que recordar, en primer lugar, que en su frenesí por encontrar una legitimidad y quizás un fundamento histórico a su sangriento putsch, Pinochet se puso en cierto momento a utilizar el título de Capitán General para sí mismo, desenterrando así una expresión que perteneció a la colonia española, es decir a una época en que Chile era una Capitanía General del virreinato del Perú y de la monarquía hispana. Esta preferencia es en ella misma bastante significativa de lo que eran las inclinaciones profundas del tirano, quien seguramente se habría sentido mucho más a gusto en el marco de la sociedad colonial que nuestros patriotas habían echado abajo en 1810.
Pero como el título rimbombante que el dictador había desempolvado no produjo en la ciudadanía el impacto esperado, el autócrata ordenó a algunos de sus solícitos y serviles cortesanos del momento que le buscaran en nuestra historia algún acontecimiento o alguna personalidad que pudiera servir de bandera o de símbolo a una administración como la suya, una administración que hasta allí no era conocida en el país y en el mundo que por la tortura que aplicaba a sus opositores y por los negociados en que nadaban la parentela y los amigos del déspota.
Es así como se llegó a determinar que Diego Portales Palazuelos sería la figura nacional que Pinochet enarbolaría de allí en adelante como fuente de inspiración de lo que el tiranuelo de los setenta osaba llamar, en términos grandilocuentes, su política nacional.
Desde luego que el dictador debió comenzar por aprender de memoria el nombre y el apellido materno de este insigne personaje con el objeto de no cometer errores mal avenidos en sus discursos oficiales pues, como le ocurría a un gran número de chilenos de la época de la dictadura, el ministro de 1830 había pasado a ser un ilustre desconocido.
Lamentablemente para nuestra dignidad nacional, los hechos que relatamos se convirtieron en un episodio burlesco más en la tragedia de que fue teatro nuestro país durante 17 años.
En efecto, queriendo presentarse como el heredero político de Portales, el dictador se convirtió en el hazmerreír de aquellos de nuestros compatriotas medianamente informados, quienes a este respecto no pudieron impedirse de pensar en el célebre juicio de Karl Marx que afirmaba, en el siglo XIX, que la historia se repite siempre dos veces, una como tragedia y otra como comedia. Marx se refería así a Napoleón III, una especie de militarcillo putschista, que gobernó Francia en la segunda mitad de ese siglo y que había resultado la perfecta contradicción de su tío, el Emperador Napoleón Bonaparte que es el único a quien recuerda la historia.
Así pues, la comedia del brutal tirano chileno de los años 1970 no puede pues compararse ni de lejos ni de cerca con la tragedia de Portales y esta comparación resulta tan imposible en el plano político como en el plano personal.
En efecto, estoy muy lejos de simpatizar con el también tirano que fue Portales , pero no se puede menos que reconocer que la personalidad y la acción política del ministro autoritario de los años 1830 no pueden ser de ninguna manera comparadas con la persona y el proceder del dictador felón de 1973.
Así, bastará con recordar que si a Portales se le recuerda por su gobierno tiránico se le recuerda también por su aporte a la organización de nuestro Estado y por su honestidad personal, hasta el punto de que a su muerte el gobierno debió subvenir a la subsistencia de su familia que había quedado huérfana de todo recurso. Pinochet en cambio, como todos lo sabemos muy bien, no solo desmanteló casi completamente el aparato estatal en beneficio de sus amigos pudientes sino que, utilizando seudónimos variados, abrió múltiples cuentas bancarias para recibir ingentes beneficios mal habidos durante su gestión de los asuntos públicos.
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