Tras la huella de Rafael Barrett

Una intensa y apasionante semblanza biográfica y una nueva edición chilena de sus escritos rescatan la propuesta intelectual y el inquebrantable compromiso vital de este singular escritor, menospreciado por la crítica y hasta ahora desconocido para el gran público.

Una intensa y apasionante semblanza biográfica y una nueva edición chilena de sus escritos rescatan la propuesta intelectual y el inquebrantable compromiso vital de este singular escritor, menospreciado por la crítica y hasta ahora desconocido para el gran público.

En su libro Asombro y búsqueda de Rafael Barrett, el periodista español Gregorio Morán relata su extrañeza ante la nula existencia de Barrett en la historia de la literatura española. Y la razón es bien simple: donde se le incluye sistemáticamente es en la literatura paraguaya. A los 26 años, de edad Barrett emigra a Paraguay donde formó su familia, maduró su personalidad y su estilo; forjó el compromiso social que lo llevó al anarquismo y se implicó vitalmente hasta el punto de afirmar que ése era: “el único país mío, que amo entrañablemente”, nación en la que produjo la mayor parte de su obra literaria. Por lo tanto resulta absolutamente lógico que siempre haya sido considerado un escritor paraguayo y por ello no figure en los recuentos de la literatura española quien nada escribió en ese país, pero a Morán eso no le gusta.

Sin títuloRafael Barrett nació en 1876 en Torrelavega (Cantabria, España), hijo de padre inglés y madre española, a los veinte años de edad se traslada a Madrid a estudiar ingeniería, ciudad en la que traba amistad con Valle-Inclán, Ramiro de Maeztu y otros miembros de la Generación del 98. En el Madrid castizo y bohemio de inicios del siglo XX,  vive como un dandy temerario, buscando problemas y desafiando a sus contrincantes a batirse a duelo, gastando las horas y su mesada en casinos y mujeres, y alternando visitas a importantes salones literarios de París. Pero un ridículo altercado con un miembro de la nobleza hispana, el duque de Orión, a quien agredió durante una función de circo generando un gran escándalo y el repudio generalizado de la sociedad madrileña, lo obliga a abandonar el país y a elegir como destino a la joven Sudamérica.

Ya instalado en tierras guaraníes, donde según sus propias palabras se volvió “bueno”, Barrett encuentra su lugar en el mundo y da un giro radical a su vida, funda el grupo de discusión La Colmena, se declara expresamente un ácrata y comienza a dar forma a su pensamiento libertario, el que quedará plasmado en su texto Mi anarquismo; así de claro y con todas sus letras, para que nadie lo dudara. Pronto crea la revista Germinal, en cuyo primer número expone su Programa y sentencia: “suprimid el principio de autoridad donde lo halléis”, y “combatamos al jefe, a todos los jefes”. Propugna también la supresión del Estado, la eliminación de todo Gobierno, de leyes, del dinero, propone la Huelga General (el “paro terrestre”, escribe Barrett) como el paso clave en la acción revolucionaria y define esa huelga como “el anárquico ejército de la paz”, y concluye  que “el pensamiento en sí es una energía anarquista” y califica como “héroes” y “mártires” a los anarquista de acción. Sin embargo, el anarquismo de Barrett es, ciertamente, muy cuestionador y nada esquemático, profundamente reflexivo y absolutamente ajeno a cualquier cuadramiento con ideas simplistas ya que, como rasgo esencial a su propia condición antiautoritaria, niega y rechaza todo tipo de imposición doctrinaria por mínima que sea. Barrett es un pensador penetrante, radicalmente crítico que se debate en el torbellino de la “crisis de fin de siglo” y que considera el anarquismo como la punta de lanza de la corriente revolucionaria que  palpitaba en su tiempo.

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La vigencia del pensamiento de Barrett ha sido destacada por el escritor paraguayo Augusto Roa Bastos, quien resalta el carácter “precursor” de su obra, y más recientemente por el ensayista español, Santiago Alba Rico, en una frase rotunda: “la actualidad de Barrett es la actualidad del mal que combatió”. Barrett, por ejemplo, pone en entredicho la idea de Progreso con reflexiones que se adelantan claramente a su tiempo y que resultan de una notable modernidad. Y asume también sin reservas las tensiones y contradicciones implícitas en el anarquismo. El tema de la violencia es uno de los puntos en los que Barrett vive de forma dramática esas tensiones: “La violencia homicida del anarquista es mala, es un espasmo inútil; mas el espíritu que lo engendra es un rayo valeroso de verdad”, escribe; “…y seguirá en nosotros el vago remordimiento de lo irremediable”.

Es por ello que Barrett repudiará los enfrentamientos entre anarquistas y socialistas que empezaron a producirse tras el Congreso de la Asociación Internacional de Trabajadores, realizado en la ciudad holandesa de La Haya en 1872, convencido de que sólo favorecerían al capitalismo y advierte que “el antagonismo entre socialistas y anarquistas es la última carta de la burguesía”. Con ese criterio, Barrett expresa una opinión positiva hacia el socialismo y el marxismo, pero siempre desde una posición anarquista explícita y escribe: “El anarquismo, extrema izquierda del alud emancipador, representa el genio social moderno en su actitud de suma rebeldía”.

Bomba de racimo

Junto a al retrato trazado por Gregorio Morán, el que resume su existencia “en pendiente hacia el abismo”, sus escritos se han difundido en más de medio centenar de libros en al menos nueve países desde su muerte en 1910 (con apenas 34 años de edad), incluida la excelente antología de Alba Rico y seis ediciones sucesivas de sus Obras Completas en Uruguay y Argentina, más la semblanza de Roa Bastos, Rafael Barrett, descubridor de la realidad social del Paraguay, publicada en ese mismo país,  en la que el autor de Yo, el supremo afirma: “Barrett nos enseñó a escribir a los escritores paraguayos de hoy; nos introdujo en la luz rasante y al mismo tiempo nebulosa, casi fantasmagórica, de la realidad que delira, de su mitos y contramitos históricos, sociales y culturales”. Jorge Luis Borges, un escritor poco amigo de los halagos, lo calificó de “genial” y expresó su admiración con encendidos elogios, a los que se han ido sumando las loas de Mario Benedetti, Ángel Rama, Eduardo Galeano, el músico Daniel Viglietti… y un largo etcétera de quienes lo han considerado como una influencia determinante en su obra.

Recientemente la editorial chilena Eleuterio ha incluido dos relatos de Barrett en su antología Cuentos Anarquistas de América Latina: El maestro y Gallinas,  este último, quizá su texto más popular, es una sencilla y a la vez perturbadora  narración en la que, en no más de 300 palabras, traza una parábola del hombre y su transformación cuando alcanza el estatus de “propietario”, y los tormentos que esta condición le otorga. Junto a la citada antología, Eleuterio también preparan una nueva edición de Mi anarquismo y otros ensayos, con prólogo del historiador y filósofo argentino Ángel Capelletti, lo que confirma la vigencia y el interés de las nuevas generaciones por el pensamiento crítico presente en la obra de Barrett.

Sin embargo, Rafael Barrett no es un escritor popular; y seguramente nunca lo será, dadas las características singulares de su corta obra, dispersa y truncada. Pero como en tantos otros casos, sus escritos ocupan un lugar destacado en las lecturas de los aficionados a la buena literatura,  de los seguidores de las vanguardias críticas, y los interesados en el pensamiento radical y en la historia social y cultural de Latinoamérica. “Sólo un serial televisivo sobre la vida y los milagros –muchos milagros– de Rafael Barrett podrían recuperarlo en su auténtica dimensión popular”, sentencia Gregorio Morán en su libro. Y esa popularidad que Morán demanda, seguramente produciría escalofríos al propio Barrett, agudo crítico de los tópicos de su tiempo y de la cultura de consumo.





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