Cómo construir un bote

  • 04-08-2016

En un libro llamado “Fracturas de la Memoria”, escrito por Marcelo Viñar y Maren Ulriksen,  hay un capítulo sobre un hombre que está preso y que es torturado. El texto narra lo que le pasa al hombre por la mente en esos días. No se trata de una ficción. Todo el libro se apoya en experiencias concretas. Reales. Cuenta Marcelo que:

“A partir de esto, tuvo la impresión de estar sólo en el mundo… en el infierno… a merced del diablo. Y en esa sensación de soledad infinita, lo atrapó una sola urgencia: salvarse a cualquier precio. Ya lo demás no importaba, ni los otros, ni sus ideales, ni su coherencia: estaba sumergido en la soledad e intensidad de su gemido.

”Al despertar, su egoísmo de la víspera le avergonzó y reconoció al gimiente como su enemigo interior. Recordó un chiste de Groucho Marx: ‘¿En qué pensabas, Groucho, cuando después del naufragio, la tormenta te tiró en la isla solitaria?’. ‘En cómo fabricar un bote’ respondió éste.

”Estuvo atrapado durante buena parte del día en la letanía desesperada de que no había ningún bote que fabricar. Hasta que al atardecer –cuando la guardia había aflojado su vigilancia para irse a comer, y mientras lo hacía se sumergía en la jarana de los cuentos verdes– él pudo aflojar su venda y atisbar a través de la banderola una rama de acacia sacudida por el viento, sobre un fondo gris de cielo invernal.

”Fue la acacia que lo sacó del infierno y le ayudó a entender que el bote en cuestión era su memoria. Tenía que acordarse de que hubo un antes, habitado de amores y valores. Que sólo conservar ese antes le permitiría vivir un después, si lo había. Y no dejarse engullir por ese ahora, desierto de amor, habitado de odio, como la única existencia posible. Entonces, volvió a habitar el mundo del yo-me-acuerdo”.

Lo que subraya la cita, lo conmovedor –a mis ojos– es que la memoria puede ser lo que salva y no lo que condena porque es recuerdo de “valores” y “amor”. Memoria de un “antes” ajeno al crimen, anterior, y que puede ser convocado como herramienta de lucha y preservación. La pregunta que me nace es: ¿se podrá extrapolar? Lo que sirvió ese día, a esa hora, en ese lugar, para ese hombre confrontado a esa empresa de “demolición”, ¿tendrá alguna dimensión colectiva?

Probablemente no. Pero a lo mejor se puede preguntar igual. ¿Qué fue de nuestros ayeres? ¿De qué no tenemos memoria? ¿Hay algo en nuestro pasado que pudiera habilitarnos a fabricar un bote? ¿Podría ese bote ser un arca de Noé para sobrevivir a un castigo no divino pero sí perpetuo?

Porque los primeros en instaurar cadenas perpetuas a gran escala en este país fueron los militares que protagonizaron el golpe de Estado de 1973, los civiles que los convocaron y los sostuvieron durante diecisiete años, y todos los que –civiles y militares– desde entonces “han dejado hacer”. Esa cadena perpetua se llama, primero, dolor. Pero también mandato. Quizás: prisión.

No solamente porque se puede estar “preso del dolor”. No solamente porque el daño provocado puede funcionar como condena: “preso fuiste, preso serás y nunca saldrás de esta cárcel, a todas partes la llevarás contigo”.

Hace más de cuarenta años que gran parte de lo que pensamos  –en el ámbito político y en otros– lo hacemos dentro de los límites que decidieron para nosotros, a pesar de nosotros y contra nosotros, los impulsores del golpe de Estado. (Me refiero a un nosotros amplio que incluye a los detractores del sistema económico y político que se implantó manu militari y que sigue vigente).

Hay una conferencia de Marcelo Viñar, en la que se pregunta (cito de memoria y faltan los matices)  por el abismo entre un mundo donde podía plantearse con fuerza la cuestión del protagonismo (el sujeto como productor de su mundo, siendo a su vez producido por él) y un mundo donde pareciera que fuerzas incontrolables nos arrastran sin mayor capacidad de incidir.

A pesar de los esfuerzos. Porque esos esfuerzos están. Uno los ve. Como también ve los esfuerzos que han hecho importantes sectores de nuestra sociedad por identificar y combatir el “legado” que la dictadura nos dejó y que ningún gobierno elegido cuestionó.

¿Qué pasaría si partiendo de la experiencia que cuenta Marcelo Viñar, y que implica individuos, pudiéramos concebir una fuga colectiva, más espectacular (y más exitosa) que la que tuvo lugar en agosto del 72 en el penal de Rawson? ¿Tiene aperturas nuestra prisión? ¿Podemos ver la rama de acacia?

Que ningún lector deduzca de estas preguntas que estoy a favor del silencio o del olvido. No es así.  Pero busco el bote. Mientras busco, vuelvo a esta idea: es necesario politizar estos temas. No hacer política. Politizarlos. Situarlos en su contexto. Hilvanar. Preguntar por nuestros ayeres. No aislar los crímenes. No olvidar el porqué y el para qué fueron cometidos. Identificar el escenario amplio de las destrucciones a las que hemos asistido. Imaginar nuevos roles. Nuevas construcciones.

Quizás, algún día, podamos plantearnos la cuestión en otros términos –algunos, no pocos, lo han intentado– para pensar por fuera de las imposiciones de quienes han hecho este mundo insufrible y hasta ofrecernos la alegría como última desfachatez de una estirpe de insolentes. Fugados de todas las cárceles. Libres de todos los mandatos.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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