Algunos días atrás un profesor haitiano residente en Chile dijo que nuestro país era “racista, discriminador, misógino y fascista”. Las palabras de Petersen Saintard no dejaron de dar vueltas en mi cabeza, hicieron lo mismo en la de quienes escucharon la entrevista a tal punto que, a su término, llamaron para comentar sus impresiones.
Él, profesional y trilingüe, pero migrante, se había chocado de frente con la sociedad chilena, esa de la que tanto se ha escrito, esa que es injusta hasta con sus propios hermanos. Su historia, dijo, no puede ser mirada desde la singularidad. Cómo hacerlo, preguntó, si sus compatriotas han conocido en carne propia el horror de vivir en la copia (in)feliz del Edén. Con lágrimas en sus ojos recordó la historia de Joane Florivil, la joven haitiana muerta producto de los golpes que se propinó al ver que el Estado chileno le había arrebatado a su pequeño hijo, todo por no entender lo que quería decir.
También está el relato del joven Benito Lalane que pereció de hipotermia en julio por vivir en una casa que no contaba con los estándares mínimos de calefacción.
Pero ellos no son los únicos, lamentablemente. Hay muchos otros que a diario padecen la discriminación de una sociedad exitista y consumista, “cristos rotos” como diría el Papa Francisco; mujeres y hombres invisibles, que tienen hijos invisibles, nietos invisibles y mueren en la invisibilidad de un país (como nos recuerda Saintard) “fascista y cómodo”, sobre todo cómodo con una constitución elaborada por el Régimen Militar.
Los migrantes en este Chile de la postdictadura no sólo vienen de Haití o Perú, Venezuela, Bolivia, Colombia o Ecuador, también han nacido en este propio suelo. Chilenos tal cual cualquiera de nosotros que llegaron a este mundo sin derechos, llenos de deberes, y sentenciados únicamente por ser pobres.
Cómo explicarle a este profesor haitiano que el problema no es haber nacido con otra bandera, (aunque es iluso pensar que esto no agrava las cosas), que el verdadero pecado en Chile es ser pobre, no poder comprar, no poder participar económicamente de una sociedad cuya única meta es tener más que ayer y, por supuesto, más que el del lado.
Cómo decirle a Peterson Saintard que en Antofagasta una alcaldesa quiere cobrarles una multa de más de doscientos mil pesos a quienes pernocten en la calle; y que el presidente de la Asociación de Municipalidades concuerde con ella porque asegura que es la mejor forma de “erradicar el problema” de los sin casa, pidiendo –en paralelo- que se construyan más albergues, como si está fuera la única forma de entregar una “solución” habitacional a los que no se pueden endeudar con la banca.
Cómo explicarle a esas miles de personas que “el milagro chileno” no es más que un sistema enfermo, hecho para vivir frustrados y con la permanente sensación de que “hagas lo que hagas” nunca te alcanzará para lo necesario.
Cómo contarles a los miles de compatriotas que a diario trabajan más de diez horas que hagan cuánto hagan, las cosas seguirán tal cual; cómo explicarme a mí, a mis compañeros de universidad, de colegio o de barrio, que en Chile siempre ocuparemos el mismo lugar, cualquiera sea este.
Mientras todas estas preguntas invaden este texto, mientras Peterson Saintard enseña castellano a los suyos para tratar de aliviar el dolor de la incomunicación, mientras la familia de Joane Florivil espera obtener los recursos para que el Servicio Médico Legal les entregue un cuerpo que les pertenece, nuestras autoridades siguen llenas de discursos vacíos y nuestra vida sigue regida por la Constitución de Pinochet (y de Aylwin, Frei, Lagos, Bachelet, Piñera y Bachelet).
¿Dónde está la idea de asamblea constituyente para su cambio?; ¿dónde está el clamor ciudadano para exigir el fin del origen de gran parte de nuestros problemas? En el mismo lugar que el dolor de los inmigrantes, de los pobres, de la clase media endeudada, de los niños y niñas del Sename, y de quienes convierten las calles en su hogar: ¡lejos! Bien lejos de las preocupaciones de los que dirigen o pretenden dirigir el país.