Mariano Puga, ora pro nobis

  • 23-03-2020

El cura obrero Mariano Puga, quien falleció hace una semana, tenía una fe de acero en el derecho del pueblo a construir una sociedad de iguales.

En la historia de la iglesia católica –sumida hoy en la vergüenza de los horribles delitos de centenares de crápulas con sotanas-, hay nombres respetables y queridos. En Chile, por ejemplo, el cura Fernando Vives Solar, precursor de la doctrina social de la iglesia en los años 30; el obispo Manuel Larraín, que impulsó la reforma agraria en los 60; Alberto Hurtado, creador de la Acción Sindical Chilena (Asich), que se preguntó si Chile era realmente un país católico; Enrique Alvear, el “obispo de los pobres”, que apoyó la resistencia contra la dictadura; el obispo Fernando Ariztía y su valiente rol en el Comité Pro Paz; los curas obreros Mariano Puga, José Aldunate y Roberto Bolton, activistas del Movimiento contra la Tortura “Sebastián Acevedo”; el español Antonio Llidó, el chileno-británico Miguel Woodward, y el francés André Jarlan, víctimas del terrorismo de Estado; el irlandés Liam Holohan, cuyo nombre lleva hoy una calle de la población Sara Gajardo de Cerro Navia; Pierre Dubois, valiente defensor de los pobladores de La Victoria; Rafael Maroto, miembro del comité central y vocero público del MIR, detenido y relegado por la tiranía; Alfonso Baeza Donoso, Vicario de la Pastoral Obrera, que planteó establecer un “salario máximo” en Chile; Eugenio Pizarro Poblete, candidato presidencial de la Izquierda en 1993, que prosigue su labor pastoral; Pablo Fontaine, relegado en La Unión, y que a los 89 años no descansa en su clamor por una iglesia de los pobres; Leo Wetli, teólogo que enriquece la doctrina en su trabajo entre pescadores y aymaras. También las mujeres: religiosas como Blanca Rengifo, fundadora con la abogada Fabiola Letelier del Comité de Defensa de los Derechos del Pueblo -Codepu-; la norteamericana Roberta Rioux y la francesa Andree Devaux, militantes de la prensa clandestina; la francesa Marie-Aimee Viannais (“Teresa”), en el Comité Pro Paz y con las mujeres encarnadoras de la pesca artesanal de San Antonio y la comunidad aymara en Arica, donde falleció.

La lista es mucho más larga. La mayoría de esos héroes son hombres y mujeres anónimos. Es una tarea pendiente rescatar sus nombres y rendirles el homenaje que merecen.

Algunos curas obreros provenían de familias encopetadas, como la de Mariano Puga Concha. Sus ramas genealógicas alcanzaban hasta Mateo de Toro y Zambrano, presidente de la primera Junta de Gobierno de la titubeante independencia de Chile. El padre de Mariano hizo estudios primarios y secundarios en Zúrich y París –como acostumbraba la burguesía de la época-, fue destacado político liberal y embajador en Estados Unidos. Acorde a esa tradición, Mariano estudió primaria y parte de la secundaria en Londres. Un compañero de ideales, el cura-obrero José Aldunate Lyon, tuvo institutriz inglesa y cursó los primeros estudios en Londres.

No estaba escrito que hijos de la burguesía se convirtieran en estandartes morales de los trabajadores. Pero la historia la escriben los hechos y la protagonizan quienes se atreven a romper con la tradición.

Algunos fueron atraídos al sacerdocio en la universidad. Mariano Puga estudiaba arquitectura -que inspiró más tarde su trabajo como pintor de brocha gorda-; Roberto Bolton, casi fue dentista; Alfonso Baeza Donoso, mi primo, era ingeniero civil e hijo de un prestigioso médico pediatra, Arturo Baeza Goñi; Rafael Maroto, mi camarada, estudió derecho y fue obrero en la construcción del Metro de Santiago.

La acción de estos curas y religiosas creó puentes sólidos entre explotados creyentes y no creyentes. Sus pilares se enclavaron en una práctica social común. Esto permitió descubrir las identidades ideológicas que existen entre cristianismo y marxismo. Esa hermandad de ideales es fundamental para levantar la alternativa al modelo de sociedad que hoy se hunde en el fracaso, la desigualdad y la corrupción.

Los testimonios de vida de los curas-obreros Puga, Bolton, Aldunate, Maroto, Baeza, y de las religiosas Rengifo, Rioux, Devaux y Viannais, merece el reconocimiento de la generación actual de los hombres y mujeres de iglesia.

La iglesia católica -en tanto institución- sigue un camino de gradual extinción. Pero la fe de millones de creyentes es una fuerza enorme a participar en el cambio social que se avecina. El papa Francisco hace esfuerzos por resucitar el espíritu evangélico. Pero sus palabras se las lleva el viento y sus propias contradicciones. Una burocracia petrificada gobierna la iglesia cuya concupiscencia abofetea a la pobreza que día a día aumenta en el mundo.

Creyentes y no creyentes necesitamos que el espíritu rebelde de los curas obreros renazca de sus cenizas. Es el ingrediente indispensable para la gran alianza que permitirá construir la mayoría por la igualdad y la justicia social.

Creyentes y no creyentes necesitamos las oraciones de hombres como Mariano Puga para afrontar las luchas que se avecinan.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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