El cura obrero Mariano Puga, quien falleció hace una semana, tenía una fe de acero en el derecho del pueblo a construir una sociedad de iguales.
En la historia de la iglesia católica –sumida hoy en la vergüenza de los horribles delitos de centenares de crápulas con sotanas-, hay nombres respetables y queridos. En Chile, por ejemplo, el cura Fernando Vives Solar, precursor de la doctrina social de la iglesia en los años 30; el obispo Manuel Larraín, que impulsó la reforma agraria en los 60; Alberto Hurtado, creador de la Acción Sindical Chilena (Asich), que se preguntó si Chile era realmente un país católico; Enrique Alvear, el “obispo de los pobres”, que apoyó la resistencia contra la dictadura; el obispo Fernando Ariztía y su valiente rol en el Comité Pro Paz; los curas obreros Mariano Puga, José Aldunate y Roberto Bolton, activistas del Movimiento contra la Tortura “Sebastián Acevedo”; el español Antonio Llidó, el chileno-británico Miguel Woodward, y el francés André Jarlan, víctimas del terrorismo de Estado; el irlandés Liam Holohan, cuyo nombre lleva hoy una calle de la población Sara Gajardo de Cerro Navia; Pierre Dubois, valiente defensor de los pobladores de La Victoria; Rafael Maroto, miembro del comité central y vocero público del MIR, detenido y relegado por la tiranía; Alfonso Baeza Donoso, Vicario de la Pastoral Obrera, que planteó establecer un “salario máximo” en Chile; Eugenio Pizarro Poblete, candidato presidencial de la Izquierda en 1993, que prosigue su labor pastoral; Pablo Fontaine, relegado en La Unión, y que a los 89 años no descansa en su clamor por una iglesia de los pobres; Leo Wetli, teólogo que enriquece la doctrina en su trabajo entre pescadores y aymaras. También las mujeres: religiosas como Blanca Rengifo, fundadora con la abogada Fabiola Letelier del Comité de Defensa de los Derechos del Pueblo -Codepu-; la norteamericana Roberta Rioux y la francesa Andree Devaux, militantes de la prensa clandestina; la francesa Marie-Aimee Viannais (“Teresa”), en el Comité Pro Paz y con las mujeres encarnadoras de la pesca artesanal de San Antonio y la comunidad aymara en Arica, donde falleció.
La lista es mucho más larga. La mayoría de esos héroes son hombres y mujeres anónimos. Es una tarea pendiente rescatar sus nombres y rendirles el homenaje que merecen.
Algunos curas obreros provenían de familias encopetadas, como la de Mariano Puga Concha. Sus ramas genealógicas alcanzaban hasta Mateo de Toro y Zambrano, presidente de la primera Junta de Gobierno de la titubeante independencia de Chile. El padre de Mariano hizo estudios primarios y secundarios en Zúrich y París –como acostumbraba la burguesía de la época-, fue destacado político liberal y embajador en Estados Unidos. Acorde a esa tradición, Mariano estudió primaria y parte de la secundaria en Londres. Un compañero de ideales, el cura-obrero José Aldunate Lyon, tuvo institutriz inglesa y cursó los primeros estudios en Londres.
No estaba escrito que hijos de la burguesía se convirtieran en estandartes morales de los trabajadores. Pero la historia la escriben los hechos y la protagonizan quienes se atreven a romper con la tradición.
Algunos fueron atraídos al sacerdocio en la universidad. Mariano Puga estudiaba arquitectura -que inspiró más tarde su trabajo como pintor de brocha gorda-; Roberto Bolton, casi fue dentista; Alfonso Baeza Donoso, mi primo, era ingeniero civil e hijo de un prestigioso médico pediatra, Arturo Baeza Goñi; Rafael Maroto, mi camarada, estudió derecho y fue obrero en la construcción del Metro de Santiago.
La acción de estos curas y religiosas creó puentes sólidos entre explotados creyentes y no creyentes. Sus pilares se enclavaron en una práctica social común. Esto permitió descubrir las identidades ideológicas que existen entre cristianismo y marxismo. Esa hermandad de ideales es fundamental para levantar la alternativa al modelo de sociedad que hoy se hunde en el fracaso, la desigualdad y la corrupción.
Los testimonios de vida de los curas-obreros Puga, Bolton, Aldunate, Maroto, Baeza, y de las religiosas Rengifo, Rioux, Devaux y Viannais, merece el reconocimiento de la generación actual de los hombres y mujeres de iglesia.
La iglesia católica -en tanto institución- sigue un camino de gradual extinción. Pero la fe de millones de creyentes es una fuerza enorme a participar en el cambio social que se avecina. El papa Francisco hace esfuerzos por resucitar el espíritu evangélico. Pero sus palabras se las lleva el viento y sus propias contradicciones. Una burocracia petrificada gobierna la iglesia cuya concupiscencia abofetea a la pobreza que día a día aumenta en el mundo.
Creyentes y no creyentes necesitamos que el espíritu rebelde de los curas obreros renazca de sus cenizas. Es el ingrediente indispensable para la gran alianza que permitirá construir la mayoría por la igualdad y la justicia social.
Creyentes y no creyentes necesitamos las oraciones de hombres como Mariano Puga para afrontar las luchas que se avecinan.