Racionalidad política, racionalidad económica

  • 22-04-2010

La reciente propuesta del Gobierno de aumentar el impuesto a las grandes compañías para financiar parte del proceso de reconstrucción de las zonas devastadas por el terremoto y maremoto ha suscitado disímiles reacciones en sectores políticos y empresariales del país. En efecto, sin claras delimitaciones ideológicas y de modo horizontal, algunos la han aplaudido, otros la han rechazado; unos la consideran adecuada, otros, insuficiente; unos alegan por su eventual permanencia, otros por su transitoriedad.

¿Porqué un proyecto de administración del Estado, que hasta hace unos meses habría definido claramente las fronteras entre derechas e izquierdas, ha suscitado un reordenamiento de valoraciones sobre esta variable de la economía política? En la derecha, las respuestas han sido varias. La más recurrida para justificarla es que “eventos extraordinarios, obligan a decisiones extraordinarias”. La contra-argumentación, en tanto, ha sido la idea del “pan para hoy y hambre para mañana”, pues afectará la inversión, empleo y actividad, denunciando, además, que la medida promueve la falsa dicotomía entre grandes empresas y ciudadanía o entre Estado y privados.

Hace ya varios años, visitó Chile el entonces presidente de la fundación Mont Pelerin, el japonés Chiaki Nishiyama. Al iniciar su exposición, Nishiyama relató una situación ficticia en la cual una joven madre era abandonada en una solitaria isla junto a sus dos hijos: uno de casi cuatro años y uno de tres meses. El mayor, que no sabía nadar, jugaba en la playa muy cerca de las olas, mientras ella amamantaba al menor. De pronto, una gran ola arrastró al niño mayor hacia el mar. La mujer desesperada, pues tampoco sabía nadar, ve como su hijo se ahoga en su presencia.  El profesor dejó hasta allí la anécdota, consultando cuáles serían la decisión racional y la correcta. Las opiniones se dividieron, pues de una parte, la racionalidad indicaba que la madre debía dejar morir al hijo mayor, salvando su vida y la del más pequeño; otros alegaban que lo correcto era salvar al hijo en peligro, aún a riesgo que los tres murieran.

Como es obvio, el dilema no tiene respuesta universalmente válida, pues, en tal caso, la racionalidad choca de bruces con la moralidad y por más argumentos que puedan esbozarse en torno a una u otra acción pertinente para esa madre, en ambos casos el resultado es de pérdida.
Hay una alta probabilidad que, al aumentar los impuestos a las empresas para palear las pérdidas del terremoto, Chile sufra alguna baja de crecimiento. El sismo ya nos empobreció US$ 30 mil millones y la decisión del Gobierno podría acarrear menor inversión, actividad y empleo: la torta económica es una sola y si parte de ella se desvía forzosamente desde el sector privado al público, la renta global será inferior a la que tendrían esos capitales en manos privadas. Estos últimos invierten con la intención de hacer crecer esos recursos año a año, mientras que el Estado lo hace en función de proyectos cuya rentabilidad es eventual, muchas veces baja o negativa y usualmente a largo plazo. Es decir, no obstante la transitoriedad, permutaremos bien social inmediato, por menor crecimiento mediato.

Pero también es cierto que nada en la vida es pura racionalidad. Por eso, es probable que la gran mayoría de los padres prefiera lanzarse a las aguas sin saber nadar, para intentar salvar al niño. Desde esta apreciación de la conducta humana, explicaciones y contraargumentos –la situación extraordinaria, la astilla del mismo palo, la inversión, el empleo, el déficit fiscal o lo técnicamente correcto- son, finalmente, de “economía del poder”, en los cuales la “racionalidad” se apalanca mayoritariamente en el muy “natural” interés propio.

En efecto, el capital político democrático se acumula o pierde por votos y adhesiones, las que, por lo general, no se consiguen con puro “sangre, sudor y lágrimas”, sino con respuestas rápidas y eficaces de lo político a las necesidades de ese capital. No extrañe, pues, que este Gobierno –como los otros- deba ceder a posiciones que no son connaturales a su origen ideológico, aún transitoriamente, porque el costo político de seguir las indicaciones de la racionalidad económica es mayor a los beneficios de aplicar la lógica de esta última. Para tranquilidad de algunos, no hay peligro, pues, de una “revolución neoliberal”.

Con la actual mezcla de propuestas, se mantiene un tipo de cambio adecuado, evitando impactar las exportaciones, fuente del crecimiento de largo plazo del país; se consigue en el Congreso menor oposición para recoger cerca del 40% de los recursos para la reconstrucción y el programa de Gobierno con impuestos a los ricos, asegurando así, tras cuatro años, la mantención del poder Ejecutivo para su sector. Y aunque entre algunos aliados haya disconformidad, porque “se ganó la elección, pero triunfan las ideas socialistas”, tampoco ellos pondrán en peligro su propio capital político. Finalmente, los grandes empresarios terminarán dando su aquiescencia -transitoria-, porque contra un poco menos de crecimiento, se aseguran ganancias con mayor estabilidad social. Por eso, la racionalidad política se impone siempre a la económica, aún a riesgo de ahogarnos.
Periodista, magister en Comunicación y Educación de la Pontificia Universidad Católica de Chile y la Universidad Autónoma de Barcelona.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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