Convención: PS, fiel de la balanza

  • 28-03-2022

En Chile hemos padecido particularmente el engaño histórico propiciado universalmente por quienes han gozado atávicamente de grandes privilegios. Las sociedades –todavía o hasta hace muy poco en términos históricos- han sido política, económica y culturalmente dominadas por diversas elites. La búsqueda de la democracia constituye un proceso todavía en desarrollo en Chile y en diversos países del mundo. Y respecto de este proceso, los poderosos afectados han buscado también, por cierto, reducir lo más posible el significado concreto de la aplicación de la democracia, encubriendo con elegantes apariencias realidades profundamente desiguales e injustas. Así, aprendimos en las escuelas que Chile había sido democrático desde la Independencia, pese a que hasta 1891 existió un virtual monarca con ropaje republicano. Y que en el siglo XX habíamos tenido una democracia ejemplar, pese a que hasta 1958 nuestro sistema electoral estuvo profundamente corrompido y distorsionado por el cohecho y por el acarreo de los inquilinos a votar por los candidatos del patrón, procesos posibilitados por la confección que cada partido político hacía de sus cédulas electorales.

Pero sin duda que este proceso de embaucamiento colectivo se agudizó luego del fin de la dictadura. Esta fue extremadamente opresiva, sanguinaria y cruel; pero muy clara en sus características y finalidades. En cambio, el proceso que se estableció posteriormente ha sido totalmente opaco, redundando en cinco gobiernos electos como centroizquierdistas, pero que en la práctica legitimaron, consolidaron y perfeccionaron el modelo político, económico y social proyectado por la dictadura para después de 1990.

Esto se configuró por medio de un conjunto de acuerdos solapados entre la derecha y la Concertación; o de simples decisiones –también solapadas- adoptadas unilateralmente por el liderazgo concertacionista. Sobre ellas, hasta el día de hoy la generalidad de chilenos y chilenas (particularmente los más jóvenes) no tiene mucha idea. Especialmente del solapado “regalo” a la derecha de la inminente mayoría parlamentaria que le esperaba al seguro presidente Aylwin de haberse mantenido los quórums para aprobar las leyes en el Congreso que estipulaba la Constitución original del 80. Estos fueron modificados a través de una Reforma Constitucional concordada entre la ex Concertación, la derecha y  Pinochet; la cual se plebiscitó a mediados de 1989 sin que los votantes supieran algo de ella, ya que se votó en un “paquete” de 54 reformas, sin conocerse en detalle cada una de ellas. Fue un virtual cheque en blanco de la ciudadanía al triunfante liderazgo de la Concertación.

Dicho acuerdo tuvo la lógica de que aquel liderazgo no tuviese que pagar un “precio” con sus bases por no proceder a llevar a cabo un programa de transformaciones comprometido, pero en el cual ya no creía. Como lo reconoció el máximo “arquitecto” de la “transición”, Edgardo Boeninger, aquel liderazgo llegó a una “convergencia” con el pensamiento económico de la derecha a fines de los 80, “convergencia que políticamente el conglomerado opositor no estaba en condiciones de reconocer” (Democracia en Chile. Lecciones para la gobernabilidad; Edit. Andrés Bello, 1997; p. 369). Entonces, le pudo “echar la culpa” de no hacerlo a que no tenía mayoría parlamentaria para ello…

Hubo muchos otros acuerdos o decisiones solapadas en la misma dirección, como el no efectuar investigaciones sobre las evidentes irregularidades e inmoralidades en la última ola de privatizaciones de la dictadura (incluyendo la de Soquimich a Ponce Lerou); o la de la mantención de los leoninos acuerdos de salvataje del duopolio de la prensa diaria a través de un multimillonario avisaje estatal por mucho tiempo, combinado con una fuerte discriminación en contra de los diarios y revistas de centroizquierda que –en gran parte producto de ello- desaparecieron uno tras otro en la década de los 90.

Por cierto hubo también cada vez más políticas propias del Poder Ejecutivo adoptadas en una dirección de profundizar el modelo neoliberal, sin necesidad de consensuarlas con la oposición, aunque respondían también a sus ideas. Fueron, por ejemplo, el cúmulo de privatizaciones de empresas o servicios públicos llevados a cabo por los sucesivos gobiernos concertacionistas; o la gran cantidad de acuerdos bilaterales de libre comercio que integraron a Chile de modo subordinado al mercado mundial; o el abandono de toda integración latinoamericana, o de revivir el Cipec; o la consolidación del sistema de AFP y de Isapres; o el reforzamiento de las universidades con fines de lucro; etc.

Por otro lado, la renuencia a reconocer el proceso de derechización del liderazgo concertacionista en el curso de los años se fue abandonando, a parejas con la desaparición de la prensa de centroizquierda que ciertamente lo habría criticado. La culminación de esos reconocimientos la proporcionó el ex ministro de Hacienda de Aylwin, senador, presidente del PDC y canciller de Bachelet, Alejandro Foxley. Justo cuando los gobiernos de Frei y Lagos habían logrado “exitosamente” librar a Pinochet de la segura condena de la Justicia europea, Foxley expresó públicamente:

“Pinochet realizó una transformación, sobre todo en la economía chilena, la más importante que ha habido en este siglo. Tuvo el mérito de anticiparse al proceso de globalización que ocurrió una década después, al cual están tratando de encaramarse todos los países del mundo. Hay que reconocer su capacidad visionaria y la del equipo de economistas que entró a ese gobierno el año 73, con Sergio de Castro a la cabeza, en forma modesta y en cargos secundarios, pero que fueron capaces de persuadir a un gobierno militar –que creía en la planificación, en el control estatal y en la verticalidad de las decisiones- de que había que abrir la economía al mundo, descentralizar, desregular, etc. Esa es una contribución histórica que va perdurar por muchas décadas en Chile y que, quienes fuimos críticos de algunos aspectos de ese proceso en su momento, hoy lo reconocemos como un proceso de importancia histórica para Chile, que ha terminado siendo aceptado prácticamente por todos los sectores. Además, ha pasado el test de lo que significa hacer historia, pues terminó cambiando el modo de vida de todos los chilenos, para bien, no para mal. Eso es lo que yo creo, y eso sitúa a Pinochet en la historia de Chile en un alto lugar. Su drama personal es que, por las crueldades que se cometieron en materia de derechos humanos en ese período, esa contribución a la historia ha estado permanentemente ensombrecida” (Cosas; 5-5-2000).

Pero sin duda la culminación de la derechización concertacionista y de la “política de los consensos” la dio el total acuerdo entre ambas coaliciones en torno a la Constitución del 80 actualmente vigente. Luego de algunos cambios de importancia, pero que no eliminaron su esencia autoritaria y neoliberal, la ex Concertación no sólo votó a favor, sino que además ¡Lagos y todos sus ministros refrendaron dicha Constitución! e intentaron llamarla la Constitución de 2005, lo que no fructificó dado lo ridículo de la idea. Además, la “nueva” Constitución mantuvo intocable el quórum de los dos tercios para modificar sus principales apartados y las leyes orgánicas constitucionales con sus quórums de 4/7.

Y el que no fue –como algunos engañosamente quieren presentarlo hoy- un acuerdo posible pero que de ningún modo contentaba a dicho gobierno y a la Concertación, está completamente demostrado por el entusiasmo y fervor con el que Lagos se expresó en su discurso en la ceremonia de su refrendación:

“Hoy, 17 de septiembre del año 2005, firmamos solemnemente la Constitución democrática de Chile (…) Chile merecía y merece una Constitución democrática de acuerdo a los actuales estándares internacionales de la democracia en el mundo. Y eso es lo que el Congreso Pleno ha aprobado hace algunos días y que hoy hemos procedido a firmar: una Constitución para un Chile nuevo, libre y próspero (…) Chile cuenta desde hoy con una Constitución que ya no nos divide, sino que es un piso institucional compartido, desde el cual podemos continuar avanzando por el camino del perfeccionamiento de nuestra democracia (…) Hoy es un día señero. Iniciamos nuestras celebraciones nacionales con una patria más grande, más unida, más prestigiosa, reconocida en el mundo; una patria que recuerda con orgullo su pasado y construye entusiasta su porvenir; una patria que termina de reencontrarse con su tradición histórica, donde todos sus hijos pueden abrazarse, donde todos podemos mirarnos a los ojos con respeto; sin privilegios inaceptables, sin subordinaciones indignas, sin exclusiones vergonzantes” (Siete; 18-9-2005).

Todo lo anterior explica también por qué –luego que surgiera la demanda de Asamblea Constituyente con el movimiento estudiantil-ciudadano de 2011- Lagos y el liderazgo socialista (particularmente Camilo Escalona, Osvaldo Andrade y José Miguel Insulza) fueron, dentro de la ex Concertación, quienes más duramente cuestionaron dicha demanda. Y por qué el “proceso constituyente” del segundo gobierno de Bachelet no fue más que un volador de luces que engañó a miles de ciudadanos que asistieron a “cabildos” a lo largo de todo Chile. Así, “su” producto fue un proyecto de nueva Constitución entregado (y archivado) por el gobierno al Congreso a fines de su período, en el cual ni siquiera participaron los partidos de la Nueva Mayoría y que tampoco ha sido conocido por el pueblo…

Luego, como resultado de la sorpresiva revuelta social del 18 de octubre de 2019, los partidos de la derecha y de la ex Concertación fraguaron un nuevo acuerdo entre cuatro paredes y con la engañosa presentación al país de que se llamaría a un plebiscito para que el pueblo decidiera si quería –a través de una Asamblea Constituyente- una nueva Constitución. En la práctica no hubo opción de elegir otra cosa que una “Convención” con sus características prefijadas por el poder constituido y –lo peor- que no tendría facultades para elaborar democráticamente –por mayoría- una nueva Constitución. Se le impuso –sí o sí- un quórum de dos tercios, la vieja herencia de Jaime Guzmán… Y la imposibilidad siquiera de poder recurrir a plebiscitos dirimentes en los casos en que se aprobasen textos por mayoría, pero sin alcanzar los dos tercios. Esto ha significado que cualquier disposición que tenga el apoyo del 66% de los convencionales, y el rechazo del 34%, ¡no será aceptada!…

Y no se necesita ser demasiado perspicaz para darse cuenta que este esquema se ciñó al modelo “consensual” desarrollado desde 1989. Además, de acuerdo a todos los precedentes eleccionarios desde 1989 –con o sin sistema electoral binominal-, se esperaba que la derecha tradicional por sí sola, obtuviese claramente más de un tercio de los convencionales. Es cierto que con la introducción posterior de los 17 escaños reservados a pueblos originarios (de los 155) las exigencias para obtener el tercio (52) aumentaron a un 37,68% de los 138 convencionales electos, aparte de los elegidos por los pueblos originarios.

De todas formas, la sorprendente debacle electoral sufrida por la derecha tradicional se tradujo en que ella obtuvo solamente el 26,8% (37) de los convencionales electos por la población general (138); lo que respecto al total de convencionales (155), ¡significó un 23,8%! Pero además, los partidos de la Concertación sufrieron una debacle mucho mayor, resultando en términos de militantes 1 PDC, 2 PPD y 10 PS. Aunque estos últimos también eligieron a 5 independientes; y se eligieron otros 11 independientes (“no neutrales”) de diversas afinidades. En la práctica esto complejizó enormemente las previsiones originales, y ha significado que sumando la derecha tradicional y la ex Concertación ¡apenas superan el tercio! Y concretamente, esto ha colocado a los socialistas (“Colectivo Socialista”) en el fiel de la balanza. Así, dado el espectro político de los convencionales, el PS en términos generales será clave para aportar -¡o no!- los dos tercios necesarios para aprobar los textos constitucionales.

Por esto mismo, el “Colectivo Socialista” -que ha mostrado cierta independencia de la elite del PS- está siendo sujeto a feroces presiones de parte de su directiva y de sus senadores, particularmente respecto de la eventual aprobación de una disposición que acabaría con el Senado o que lo transformaría en otra cámara de naturaleza distinta a la actual, circunscrita a materias regionales. Por otro lado, ello explica la también feroz campaña desarrollada por “las dos derechas” (tradicional y ex concertacionista) y, sobre todo, por los grandes empresarios, los medios de prensa y la mayoría de los canales de TV en contra de la actitud de reformas profundas mostrada por una gran mayoría de convencionales. En la misma dirección ha surgido un casi inimaginable movimiento “amarillista”, conformado por decenas de ex ministros, subsecretarios, parlamentarios y embajadores concertacionistas, acompañados de algunos intelectuales. Digo, casi inimaginable, porque las connotaciones sociales y políticas del término “amarillo” -al menos en castellano, inglés y francés- son claramente despreciables. De acuerdo a los diccionarios respectivos por “amarillo” se entiende también “cobarde” o “esquirol”; esto es, un trabajador que traiciona un movimiento huelguístico y sigue trabajando. Entonces, que un movimiento político se atribuya dicho carácter llega a ser alucinante…

Es claro que si la derecha y la ex Concertación hubiesen previsto que no les bastaría con el quórum de dos tercios para asegurar el resultado de la Convención, le habrían puesto un quórum de tres cuartos. Total, habrían actuado con la misma “lógica” que emplearon para justificar el quórum de dos tercios. Esto es, de que el quórum de tres cuartos –a diferencia de la “sola” mayoría absoluta- le daría mayor “representatividad” y “estabilidad” a la nueva Constitución…

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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