Otra vez la trampa entre la propiedad y el acceso a los recursos naturales en la Constitución

  • 15-05-2022

La Convención Constitucional llegó a la última sesión habiendo dejado para ese último esfuerzo resolver cuestiones acuciantes como el régimen en minería. La propuesta que provenía de la Comisión de Medio Ambiente y Modelo Económico no fue aprobada, y ello se debe, en buena medida, a una persistente confusión entre propiedad y acceso a los recursos naturales.

Los convencionales habían aprobado que los recursos naturales en el subsuelo son “bienes comunes naturales”, y que en el caso de los minerales están bajo el “dominio” del Estado. Por lo tanto, la disputa está ahora en cómo controlar el acceso a esos recursos. Ante esa cuestión lo más importante es saber diferenciar entre los dos conceptos: por un lado la propiedad sobre los recursos naturales, como pueden ser los yacimientos de minerales, y por el otro, el acceso a ellos, como el que llevan adelante las corporaciones mineras. El acceso puede ocurrir sobre recursos que sean del Estado, de privados o mixtos.

El resultado final fue que la explotación minera quedó “desconstitucionalizada”. En ello operaron  presiones de todo tipo, y muchas de ellas alimentaban la confusión entre propiedad y acceso. Eso no puede sorprender porque la incapacidad para distinguir entre esos conceptos es funcional a los intereses empresariales convencionales y sus apoyos políticos conservadores. Pero la confusión aumentó todavía más cuando en esa última etapa una propuesta, esgrimida por el Frente Amplio y con apoyo de otros sectores, establecía que se accedería a los recursos mineros por medio de “títulos administrativos”.

Un problema, y de la mayor gravedad, es que un acceso por medio de “títulos” puede desembocar en repetir todos los conocidos males de la gestión privatizada, con sus consecuencias de crisis ambientales y conflictos sociales. Recordemos que la vieja Constitución de 1980 establecía que la propiedad nacional de recursos naturales como los minerales o el agua, pero al mismo tiempo permitía su explotación por concesiones, lo que son un tipo de “títulos”. Estos, a su vez, fueron blindados por derechos a la propiedad privada y protección de contratos por encima de cualquier otro derecho. Se llega a un extremo donde no importa quién es el “dueño” de un recurso natural, ya que quien posee la autorización de concesión se vuelve en el “propietario” del acceso, inmune a cualquier demanda o reclamo. Esa es una de las trampas de la vieja constitución, para utilizar la metáfora de Fernando Atria de la “constitución tramposa” en su libro de 2013.

Lo sorprendente fue que la propuesta del progresismo podría desembocar en repetir todos los problemas de la vieja constitución. Y es más sorpresivo que fuese defendida por Atria porque significaría crear otra vez una trampa constitucional. No sólo eso, sino que en su redacción implicaba la imposibilidad de revisar las concesiones pasadas con lo cual se mantenían todos los problemas de impactos en esas actividades y sus controvertidos manejos económicos (1).

Los políticos conservadores y el empresariado extractivista están acostumbrados a los regímenes legales donde los recursos naturales son propiedad de la nación o del Estado. Eso es muy común por ejemplo en el sector petrolero. Las corporaciones ponen su interés en controlar el acceso, ya que eso les permite remover, procesar y comercializar los recursos naturales. Allí están los negocios y la rentabilidad. Las posturas políticas conservadoras de una forma, pero también el Frente Amplio de otro modo, podían hacer que se repitieran todos los conocidos problemas con la minería y otros sectores extractivistas, dejando el reconocimiento constitucional de los bienes comunes o los derechos de la Naturaleza en segundo lugar.

Lo que ocurrió en el debate constitucional muestra que esa disputa está muy presente, aunque no siempre es reconocida. La insistencia con la “nacionalización” de la minería contribuyó a esa confusión. Si bien los actores empresariales respiraron aliviados con el rechazo del artículo sobre minería, de todos modos insisten en su preocupación. Hasta el subsecretario, Willy Kracht, sostuvo días atrás que “somos un país minero” alimentando el mito que esa actividad estaría en el ADN de la cultura nacional volviendo inconcebible cualquier opción alternativa. Una y otra vez se esgrime la idea que la ciudadanía en su mayoría apoya la minería y que las demandas ambientales son propias de una minoría radical y no de un sentir popular.

Pero en realidad, esa postura de los políticos tradicionales otra vez está en contradicción con la marcha de la opinión pública. Es que el 81% de los chilenos entienden que los ríos, lagos y humedales deben ser bienes nacionales y públicos en el nuevo régimen constitucional, el 63% reclama lo mismo para las playas y océanos, y un poco más de la mitad sostienen que el derecho del acceso al agua es su primera prioridad. Estas tendencias, todas ellas impresionantes, son las que resultan de la muy reciente Encuesta Nacional de Medio Ambiente (2).

Siguiendo esa perspectiva, cuando en la encuesta se analizan los derechos, los referidos a la calidad ambiental aparecen en segundo y cuarto lugar de prioridad para la ciudadanía. El derecho a una vida digna y segura recibe 66% de las respuestas, seguido por el derecho al agua potable y saneamiento (54%), a la vivienda (50%) y a un ambiente sano y clima seguro (41%).

Más allá del contexto constitucional, en el listado de los temas más urgentes y relevantes para el país en el primer lugar está la seguridad (65%), la salud (41%) y la calidad ambiental es el tercero (39%).

Esas prioridades y demandas ciudadanas están todas ellas en riesgo o son imposibles bajo los actuales modos de apropiación de la Naturaleza. Por ejemplo, el reclamo por acceso al agua y que ésta sea de calidad y no esté contaminada, sólo es posible si se reforma su régimen de propiedad y acceso así como los controles ambientales. De no hacerlo, continuarán los impactos por contaminación que conocemos, se repetirá algún tipo de blindaje a los títulos de concesión casi como si fueran una propiedad, impidiendo el acceso al agua de las mayorías y tolerando que unos pocos las contaminen. Contradicciones iguales se repetirían en los sectores mineros o forestales.

Parecería que una parte sustancial de la política convencional no entiende esa vinculación. Sus posturas llevan a un régimen de propiedad y acceso que deja abierto flancos análogos a los de la vieja Constitución de 1980, a lo que se suma la insistencia de algunos convencionales y muchas figuras claves del actual gobierno en persistir con los modelos clásicos de minería y proteger otros extractivismos. Con todo eso se vuelve imposible resolver ese mandato de proteger los recursos naturales, asegurar la calidad ambiental y una vida digna para las mayorías.

Es conocida la oposición de los convencionales y partidos de la derecha contra ese tipo de derechos o de cualquier regulación que afecte la economía privatista basada en los recursos naturales. Asociada a ella termina operando en esa misma dirección las posiciones del progresismo, como por ejemplo del Frente Amplio, repitiendo la contradicción que se ha observado en países vecinos. En efecto, por un lado el progresismo tiene un discurso que invoca la necesidad de reconciliarse con la Naturaleza pero otro lado toma medidas concretas que favorecen, e incluso promueven, más extractivismos con todos sus severos impactos ambientales y sociales.

Es más, con las retóricas que desdeñan las urgencias ambientales o las adjetivan como radicales, también alimentan esas tendencias afines a rechazar el proyecto constitucional en el plebiscito de setiembre (la encuesta CADEM ubica el rechazo en el 48% de la intención de voto; 3). Esto además tiene otro efecto negativo en tanto acorraló a los convencionales independientes que provenían de los movimientos sociales, imaginando que si se suman más cambios se potencia aún más esa intención de rechazar la nueva Constitución. La derecha y otros sectores conservadores por momentos están tranquilos porque esa tarea de horadar y contener los cambios no es necesario que ellos la lleven adelante, porque eso lo está haciendo el progresismo.

Bajo esas condiciones la atención ahora se debe colocar en el proceso de armonización que ahora se inicia. Para ser fieles a esa demanda ciudadana mayoritaria para proteger el ambiente, se deben salvaguardar los cambios que se han logrado para evitar caer en otras trampas.

Eduardo Gudynas es analista en el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES) y es investigador asociado del Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales (OLCA). Las opiniones son personales y no comprometen a estas instituciones.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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