En medio del intenso tráfago cotidiano de noticias, una información trascendental para miles, tal vez para millones, pasó casi desapercibida. En Buenos Aires murió, el sábado 2 de julio, el más cruel de los represores de la dictadura cívico-militar que asoló a la Argentina entre 1976 y 1983. Un desalmado cuyo sólo apellido provoca escalofrío hasta el día de hoy en quien lo escuche en ese país. Tanto, que su hija Mariana debió cambiar su nombre para poder llevar una vida normal: Miguel Osvaldo Etchecolatz. El criminal falleció sin haberse arrepentido jamás de sus crímenes monstruosos. Por el contrario, se ufanaba de ellos orgullosamente. Etchecolatz mantuvo hasta el final, pese a la edad, esa mirada desafiante que aterrorizaba a quienes fueron sus víctimas. Y también a quienes no.
Durante la durísima dictadura argentina, este émulo de Leviatán fue la mano derecha de otro asesino, el general Ramón Camps, responsable de la brutal represión ocurrida en la provincia de Buenos Aires. Allí, como Director de la policía capitalina, estuvo a cargo y dirigió unos 21 campos de detención ilegal y tortura. Entre muertes, desapariciones, torturas y robo de bebés, todos comprobadamente responsabilidad suya, fue condenado por al menos 91 delitos. Ello, gracias a una justicia que no se jugó por la impunidad tras la llegada de la democracia, sino que, por el contrario, es la única judicatura en Latinaomérica que ha sido capaz de meter en la cárcel a quienes violaron los Derechos Humanos en el período más oscuro de su historia.
Pero aun así, Etchecolatz falleció impune de los delitos cometidos contra 500 víctimas en los centros clandestinos de Pozo de Banfield, Pozo de Quilmes y El Infierno, en Lanús, y también quedará impune su participación en los crímenes de cinco personas, entre ellas Vicenta Orrego Meza. A esta madre le fueron arrebatados sus tres hijos, entregados posteriormente al Hogar Belén, en Banfield, donde sufrieron maltratos y abusos sexuales cuyas profundas secuelas psicológicas no logran superar hasta la fecha. Otro hecho que estremece recordar lo constituye uno de los episodios más crueles de esos años, la llamada “Noche de los Lápices”, una verdadera cacería humana organizada por Etchecolatz. Aquello ocurrió en la ciudad de La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, cuando 10 adolescentes fueron detenidos como un escarmiento hacia los demás estudiantes a fin cortar de raíz una movilización a favor del pasaje escolar para el transporte público. La mitad de los detenidos murió después de terribles torturas en distintos centros, según testigos. Sus cuerpos nunca aparecieron.
Adolfo Pérez Esquivel, premio Nobel de la Paz, dijo al diario El País, de España, que aunque haya muerto, Echecolatz no es un personaje del pasado. Su nombre y recuerdo es constante en toda instancia donde se enjuicie los crímenes de lesa humanidad. “Se burló del tribunal, nunca se arrepintió de nada, para Argentina es como el nazi Adolf Eichmann, que decía que la misión de un soldado es obedecer”, señaló. Etchecolatz sigue siendo para los argentinos la quintaesencia del mal, no solo en la década del setenta. A pesar de su encarcelamiento, mantuvo un poder enorme que le permitió inspirar desde su celda una siniestra operación en plena democracia y con los Kirchner en el gobierno. En 2006 volvió definitivamente a la cárcel tras un juicio histórico que marcó un precedente en las condenas por delitos de lesa humanidad cometidos en el marco de aquel genocidio. El testigo clave de aquel juicio fue el ciudadano Jorge Julio López, un sobreviviente de sus torturas. Después del proceso, López desapareció misteriosamente sin que hasta ahora se sepa de su paradero. Años más tarde, en otro juicio efectuado en 2014, Etchecolatz mostró a la prensa un papel con el nombre de López manuscrito: reivindicaba así su orgullosa autoría.
La posibilidad de que saliera de la cárcel movilizó en varias ocasiones a la sociedad argentina. Sus idas y venidas por las prisiones resume la batalla librada en Argentina por llevar a juicio y condenar los delitos de lesa humanidad, un tema en el que, sin duda, es el mayor referente mundial. Etchecolatz pasó por las mismas fases contradictorias que vivió el país en este tema. Con la llegada de la democracia y el ejemplar proceso a las tres Juntas Militares que llevó a cabo Raúl Alfonsín, en 1986 el represor fue condenado y encarcelado. Pero apenas cuatro años después, en 1990, con los indultos y las leyes de punto final y obediencia debida promovidas por el derechista Carlos Menem, fue liberado como todos los demás, incluido Jorge Rafael Videla. Fueron años en que los genocidas paseaban tranquilamente por la calle.
La historia familiar de Etchecolatz sobrecoge. Su hija Mariana contó a una revista el horror que había significado tenerlo en casa: “Al monstruo lo conocimos desde chicos, no fue un papá dulce que luego cambió y se convirtió, no. Vivimos muchos años conociendo el horror. Por eso es que nosotros también fuimos sus víctimas. Lo repudio. Nada me emparenta a este genocida. Es un ser infame, no un loco, alguien a quien le importan más sus convicciones que los demás, alguien que se cree sin fisuras, un narcisista malvado y sin escrúpulos. Antes me hacía daño escuchar su nombre, pero ahora que ya no lo llevo, estoy entera, estoy liberada”, afirmó.