Las posibilidades de un golpe militar en Estados Unidos son tan remotas como que en 1970 hubiesen caído la Unión Soviética y las democracias populares europeas. Pero esto último ocurrió casi dos décadas después y, por lo tanto, todo puede superar la ficción política más afiebrada. Anteayer, el presidente Barack Obama anunció la destitución del general Stanley Mc Chrystal, después de que éste –en su calidad de comandante de las fuerzas estadounidenses y de la Otan en Afganistán- profiriera declaraciones a una revista musical de reputación izquierdista que lo colocaba en abierta contradicción con el poder civil a que está sometido, una regla –dijo Obama- que se encuentra “en el corazón de nuestro sistema democrático”.
El presidente estuvo consciente de que cualquier debilidad frente al acerbo general podría dar aunque fuese una palada de cemento a la insubordinación militar y a ínfulas que nunca se sabe hasta dónde pueden llegar. Es lo que tuvo en cuenta el presidente Harry Truman al despedir en 1951 al victorioso general Mc Arthur, quien osó cuestionar cierta prudencia de Washington en Corea.
El actual Mandatario tuvo también que discernir entre los costos de deshacerse de un general reputado y de despertar la pregunta que curiosamente otra revista, la del “History Channel”, había revivido, antes que se supiera del artículo de “Rolling Stone”: “¿Quién manda”, decía en portada, sobre las fotos de Truman y Mc Arthur.
Obama no podía darse el lujo de revivir la interrogante, en momentos que su liderazgo está en cuestión por el derrame petrolero en el golfo de México y por una economía nacional que no repunta. Más aún, las declaraciones del general Mc Chrystal y su reducido círculo de hierro intentaban minar su política en Afganistán, que prevé un retiro gradual de tropas desde mediados de 2011, a pesar del refuerzo gradual de 30 mil efectivos al que debió ceder para el presente año.
El presidente está horquillado por todos lados: la guerra no es popular entre sus compatriotas, por las bajas crecientes, pero la amenaza de Al Qaeda, aliado de los talibanes, es muy sentida en los Estados Unidos. La intervención militar no ha cosechado triunfos y Washington debe entenderse en Kabul con un gobernante venal como Hamid Karzai, en un contexto de aumento del narcotráfico. Peor aún: se ha destapado en el Capitolio un escándalo por la protección que debe pagarse a los “señores de la guerra” y a los propios talibanes para seguridad en el transporte de materiales y vituallas a través del escarpado suelo afgano. Dos primos del presidente Karzai son dueños de unas de esas extorsivas empresas de seguridad. La guerra no sólo significa enormes ganancias para las trasnacionales y los invasores, sino también para los invadidos.
El relevo de Mc Chrystal por su superior, el general David Petraeus, no resolverá la intríngulis, por mucho que este comandante en todo el Cercano Oriente haya demostrado flexibilidad para negociar con los grupos rebeldes iraquíes, más allá de la estrategia militar diseñada por el Pentágono. Nunca dos realidades son iguales y Petraus no sólo debió aceptar una destinación jerárquicamente menor, también comprometer su prestigio como militar negociador. De cualquier manera, el comandante Obama sigue políticamente entrampado en la guerra de Afganistán.