El sistema judicial denomina víctima a quien sufre la perpetración de un delito cometido por una o más personas y victimario a quien responsabiliza de la agresión, sufrimiento, discriminación o cualquier forma de infligir dolor a otra.
Existen también situaciones que, sin intervención del sistema judicial, puede considerarse a personas como víctimas. Por ejemplo, cuando padecen violencia de género o violencia intrafamiliar, a veces, ante la total impunidad del agresor y del Estado.
Convivimos, además, con diversas comunidades que pueden ser víctimas de las leyes, pues las dejan en una posición desventajosa, en relación con otros grupos. La situación de las comunidades indígenas evidencia esta asimetría del Estado.
Probablemente, quienes lean los tres párrafos anteriores estarán de acuerdo con estas percepciones y, probablemente, la mayoría de ustedes, podrán acordar que lo expuesto son anomalías indeseables que debemos corregir.
Los tratados internacionales, las constituciones políticas, los códigos de ética, los protocolos de comportamiento u otros, deberían fortalecer la protección a las víctimas; sin embargo, a la luz de los resultados no se advierte una mejora, sigue habiendo demasiadas personas vulneradas de manera individual y/o colectiva.
Esta realidad se agrava cuando el espacio público que se le otorga a la víctima es condicionado por el poder que tiene el victimario, quien, generalmente, hace un movimiento para traslaparse en la víctima, hace uso de recursos simbólicos y materiales y se apodera del lugar de la víctima, la invisibiliza, reduce a un número, a unas iniciales o al veredicto del sentido común que se propaga, a través de los medios de comunicación.
Me explico…
Hemos seguido con indignación los juicios a personas vinculadas al poder político y económico y, con curiosidad, observamos sus estrategias de defensa centradas en adoptar la posición de víctima, incluso, presentándose al agresor como víctima de las víctimas.
La instalación mediática que realizan no se sostiene en un argumento racional o en la veracidad de los acontecimientos, sino en el copamiento del espacio público como víctima de intenciones “malignas” de sus oponentes.
Este desplazamiento busca realizar el abogado Luis Hermosilla y su cúmulo de socios y/o cómplices acusados de lavado de activos, soborno y fraude: construyen personajes que ocultan sus delitos y se sitúan como víctima de diversos poderes, la mayoría de las veces, poderes a los cuales han servido con lealtad aduladora.
Se presentan como vulnerables, “empobrecidos”, “más delgados”, “traicionados”, ansiosos de que el sistema judicial cambie la calificación de delito por una falta y los mande a tomar clases de ética a una universidad de la cota mil.
El poder colabora en la institucionalización de esta “falsa” víctima, existe una maquinaria aceitada con abogadas/os, prensa, encuestadoras y vocerías políticas encargadas de saturar con una idea, colmar los espacios públicos al punto que termine no importando el hecho, se trata de desinformar, de no jerarquizar los acontecimientos, de relevar la banalidad de la trama y ocultar la tragedia.
La podredumbre que revelan los archivos de Luis Hermosilla son una oportunidad para que los medios de comunicación no incluyan esta simulada posición del victimario y sus defensores y, ejerciendo su rol social, impongan los derechos de las víctimas, muchas veces, anónimas, desprotegidas, imposibilitadas de ejercer su derecho a la libertad de expresión.