En estos días en que la muerte de un ex Presidente de la República ha vuelto a ser noticia, ha habido dos hechos llamativos. No me refiero a la cobertura mediática ni a la predominancia de un discurso que quiere ser dominante, que lo es y que, como total, es también discutido, cuestionado cuando no apedreado desde los márgenes. Casi se podría decir desde la vereda.
Precisamente, ese es el primer hecho: la piedra (simbólicamente hablando). La voluntad de decir: “en mi nombre, no”. La clara disconformidad que algunos han expresado con el discurso dominante. De memoria, cito el programa radial que Juan Pablo Cárdenas realizó hace unos días, los textos publicados por Víctor Herrero (en especial “Aylwin y yo”, que interpreta a una generación en muchos aspectos), el texto de Gabriel Boric publicado en otro medio, las cartas y comentarios de lectores y sin duda otros, muchos.
¿Cuántos? Precisamente, el otro hecho llamativo es la percepción que se tiene de esa voz. A modo de preámbulo, algunos autores se sitúan entre “los pocos” que disienten con el discurso que nos presenta al muerto como una figura respetable e incluso salvadora. Me surgen preguntas y las planteo desde la complicidad que me inspiran los autores: ¿somos, de verdad, pocos? ¿Es esa voz disidente minoritaria? ¿Qué tan minoritaria? ¿Cómo podemos estar seguros cuando todo está hecho para que esa voz no sea oída? ¿Para que no pueda mostrar la boca y el cuerpo de dónde emana?
No puedo no preguntar porque, por todos lados, veo personas que no aceptan discursos oficiales. Ni éste ni otros. Personas que desde hace mucho tiempo tienen un elaborado discurso crítico respecto al tipo de democracia que el muerto supo propiciar, asentar y defender cuando estaba vivo.
Hombres y mujeres de muy distintas edades, experiencias, tradiciones, que saben que la palabra democracia no es suficiente, que no basta, que no cierra, así como tampoco cierra ni basta la palabra dictadura, y que de una a otra, no sólo las diferencias cuentan sino también las continuidades: lo que democracia y dictadura tienen en común.
La Constitución, por ejemplo. Los privilegios, otro ejemplo. Los privilegios que siempre son de unos cuantos. Y por ende la desdicha de muchos: la pobreza, la exclusión, la marginalidad en la que viven tantos ciudadanos.
Es sabido que hay profesionales que se jubilan estudiando la pobreza sin que los resultados de sus trabajos impliquen un cambio en las políticas de gobierno. Ergo: el tipo de democracia que tenemos no solamente tolera la pobreza sino que se nutre de ella, encuentra alguna forma de beneficio en ella. Lo mismo con todas las formas de marginalidad que observamos a diario y que no se reducen a criterios socio-económicos.
Así, en más de un aspecto, muchos ciudadanos chilenos viven hoy como sobrevivientes. Sobrevivientes de la persecución política, primero. Sobrevivientes de la lucha por el diario vivir, luego. A lo mejor, eso era “necesario”: transformar a los ciudadanos en sobrevivientes –hacerles creer que eran eso y nada más– para que este país pudiera seguir funcionando sin alterar los intereses de sus dueños.
Quizás esa fue la obra conjunta: erigirse en salvadores de un país donde para las grandes mayorías todo tenía que ser precario. Obra conjunta llevada a cabo por los sectores que, desde 1973 en adelante, se reconocen en la figura de un dictador y los sectores que, desde 1990 en adelante, se reconocen en la figura de un gobernante democráticamente elegido. Hoy: el muerto. El muerto que da qué hablar y que fue golpista cuando le convenía ser golpista y demócrata cuando le convenía ser demócrata.
De ahí también, y el asunto debe estar estudiado en alguna tesis de doctorado, que el funeral nacional sea bienvenido. Porque los funerales pueden jugar un rol interesante. Especialmente cuando la bajada de línea –el bombardeo de palabras que emana de los medios de vocación hegemónica– acentúa los enormes peligros de los cuales hemos sido en teoría salvados. ¿Por quién? Por el muerto y por todos los que cierran fila alrededor con la esperanza quizás de distraer de aquellos otros asuntos que todos sabemos también.
Leo las columnas. Leo los comentarios a las columnas. Leo las cartas al director. Escucho al director y no puedo no constatar que la obra tiene grietas. Fisuras. Intuyo –sin conocer las cifras– que no somos pocos. Que somos muchos. Que somos incluso, en potencia, auténtica mayoría de este país. Cada vez más conscientes que si uno de los objetivos de la dictadura y de esta democracia, tal como la venimos conociendo desde 1990, fue confiscar la política y separar a la gente que tenía otra visión de país… entonces el objetivo sólo puede ser juntar.
Juntarse. Reconocerse. Saber quiénes somos, cómo pensamos, cómo nos movemos, en torno a qué temáticas y problemas coincidimos, qué es lo que no aceptamos, qué es lo que deseamos, pero también qué es lo que nos impide transformarnos en vector de cambio y qué es lo que –a pesar de todo– estamos construyendo en esa extensa vereda donde de vez en cuando increpamos a farsantes.
Para finalizar, o para continuar, un cuento japonés:
Desde la copa de un árbol, dos pequeños pájaros miraban caer la nieve y conversaban. De repente, uno de los pájaros preguntó:
–¿Cuánto pesa un copo de nieve?
A lo cual el otro le respondió:
–Los copos de nieve pesan la millonésima parte de nada.
En silencio siguieron mirando cómo la nieve caía y se acumulaba.
De repente, con un fuerte ruido la rama se quebró con el peso de la nieve.
El pájaro que había preguntado sobre el peso de los copos de nieve miró a su compañera y le dijo:
–Es increíble lo que son capaces de hacer la millonésima parte de nada cuando se juntan.