Las investigaciones científicas han demostrado que los seres humanos se han desplazado a lo largo y ancho del planeta desde que se conoce su existencia en el mismo. Es una de sus condiciones naturales, tal vez una de las más importantes y trascendentes. Lo particular han sido los estudios que se han hecho a partir de las circunstancias en que se produjeron y las repercusiones en términos políticos, económicos, sociales y culturales que han tenido en sus diferentes contextos a través de la historia. Los instrumentos que los poderosos utilizaron en cada etapa, signan su validez o repudio según sea el caso.
La creación de Estados nacionales en Europa a partir del siglo XVII y la expansión por la fuerza de las monarquías del viejo continente, creó regímenes coloniales que dividieron pueblos, alteraron tradiciones, culturas y costumbres, además de violentar fronteras donde existían y establecerlas donde no las había. El colonialismo creó nuevos países en los que se impusieron las usanzas, cultura, religión e idioma de las metrópolis. Sin embargo, a pesar del esfuerzo por imponer una lógica universal eurocéntrica, en cada rincón del globo, los pueblos avasallados, enfrentaron -en virtud de su mayor o menor potencia cultural y de su fuerza civilizatoria- la propagación maligna que se les impuso a través de esta avalancha, dada en llamarse modernidad.
El siglo XIX impuso una aceleración del proceso colonial a través de la ocupación de territorios y la reducción de los pueblos, utilizando para ello cualquier instrumento que los poderes europeos tuvieran a su alcance. Por supuesto, este “nuevo acontecimiento” iba a tener impactos significativos en los movimientos poblacionales que durante aproximadamente un siglo y medio hicieron que el planeta se fuera construyendo demográficamente de otra manera. Además, la irrupción de Estados Unidos como potencia que desde finales del siglo XIX pugnaba por ganarse un espacio en el concierto de los países que tomaban las decisiones, mientas que de forma similar, Rusia aspiró a lo mismo desde principios del siglo XX –aunque desde otra perspectiva ideológica-, y la ubicación geográfica de ambos actores, fuera de la Europa Occidental irrumpió en la estructura política del planeta durante la segunda mitad de la pasada centuria, estableciendo una nueva lógica a partir -sobre todo- de la ilimitada expansión de la economía estadounidense, lo cual instauró expresiones inéditas de los desplazamientos humanos.
En tiempos más recientes (desde finales del siglo XX), este proceso generó indudables transformaciones identitarias, que han conllevado entre otras cosas a la cuasi desaparición de ciertas “homogeneidades”, las innovaciones en la creación de políticas públicas en materia de educación y cultura y a profundas mutaciones en las estructuras de la sociedad y la economía.
Estados Unidos y Europa se han visto sometidos, casi desde los mismos comienzos del siglo XXI a una serie de sucesos que han puesto en evidencia el fracaso de sus políticas migratorias: incremento de acciones violentas, manifestaciones crecientes de inmigrantes afectados por decisiones gubernamentales, exclusión de las minorías y exacerbación del racismo, el chovinismo y la xenofobia, todo lo cual ha sido acentuado por la suposición mecánica de que un inmigrante es un terrorista potencial a la luz de la política de “guerra al terrorismo” inaugurada por el Presidente Bush después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos.
La ola humana de migrantes proveniente de los países del Oriente Medio, que se calcula en alrededor de 18 millones de ciudadanos indocumentados llegados a territorio europeo, antes de la “Primavera Árabe” y el comienzo de la guerra en Siria han cambiado para siempre la perspectiva del quehacer gubernamental de los países de Europa, haciendo de este tema una prioridad en la discusión para la toma de decisiones políticas y económicas. A mediados de la década pasada, se calculaba que Palestina, Turquía, Marruecos y Egipto tenían cada uno dos millones y medio de ciudadanos viviendo en Europa, asimismo, la cifra alcanza a un millón para Argelia y medio millón para Túnez y Líbano según cifras que aporta el reconocido antropólogo e investigador mexicano Andrés Fábregas Puig. La guerra en Siria, el surgimiento del Estado Islámico, la expansión de Al Qaeda, todo bajo paraguas y visto bueno occidental ha venido a incrementar a niveles alarmantes estas cifras.
Sin embargo, revisando alguna información, encontramos que en Estados Unidos la cifra más alta a la que llegó el número de migrantes indocumentados fue de 12,2 millones en 2007, lo cual representaba el 4 por ciento de su población; Italia recibió 167 mil inmigrantes en 2014 según Euronews. Por su parte, datos oficiales de la Unión Europea señalan que en 2013 todos los países que la conforman recibieron 3,4 millones, aunque en el mismo año salieron de ella 2,8 millones, incluyendo ciudadanos de un país de la Unión que se trasladaron a otro. Los mayores receptores fueron Alemania con 693 mil dentro de una población total de alrededor de 80 millones, es decir menos del 1 por ciento y Reino Unido con 526 mil en una población de 58 millones es decir un poco más del 1 por ciento. Al mirar estas cifras no se entiende el escándalo que han armado a fin de tratar de encontrar respuestas para un problema que ellos mismos han creado. Solo desde una visión racista y xenófoba que ha incubado en las élites del poder y la política puede explicarse la histeria frente a un problema que como hemos explicado es tan antiguo como la humanidad misma. ¿Qué hubiera pasado si -como Venezuela- recibieran a 6 millones de migrantes, de una población total de alrededor de 30 millones, es decir el 20 por ciento de la población (solo contando a los colombianos) que han llegado al país por un problema que Venezuela no generó y que responde exclusivamente a las paupérrimas condiciones de vida del país vecino, la guerra interna, la delincuencia organizada y el paramilitarismo? ¿Acaso el Presidente Chávez pidió ayuda internacional para concederle a esos inmigrantes todos los derechos sociales con que cuentan los ciudadanos nacidos en el país, incluyendo salud y educación enteramente gratuita y posibilidad de obtener una vivienda digna en igualdad de condiciones que los venezolanos?
Pero, en realidad lo que motivó esta nota, es la consumación ante miles de millones de ciudadanos de todo el mundo de un acto que devela la mayor hipocresía que se jamás se podría haber esperado de los “dueños del planeta”. La inauguración de los Juegos Olímpicos en Río de Janeiro mostraron el desfile de una delegación de migrantes que compitieron bajo las banderas del Comité Olímpico Internacional (COI), decenas de litros de lágrimas se derramaron por tal “acto de humanidad” que se insertaba en un supuesto espíritu olímpico. Espíritu que por cierto, borró del juramento inicial de los juegos la palabra Patria, que se utilizó por primera vez en Amberes 1920, cuando los deportistas se comprometían “…por el honor de nuestra patria y por la gloria del deporte” para mutarla a “por la gloria del deporte y el honor de nuestros equipos” que se usa ahora, por supuesto, en el proceso de mercantilización del deporte que tiende a olvidar los valores insuflados al olimpismo por el Barón de Coubertin y que son expresión del verdadero espíritu que debería primar en los Juegos.
Lo risible de esta delegación de migrantes (seguramente inventada para darse golpes de pecho por los mafiosos que dirigen el deporte mundial) es que cuando comenzaron los eventos, se pudo observar, por ejemplo, al equipo de futbol de Suecia compuesto por tres deportistas de origen africano y cuatro árabes, o a una jugadora alemana de tenis de mesa de origen chino, recibiendo instrucciones… en mandarín de su técnica también alemana, y de origen chino. Asimismo, un ucraniano de origen croata que competía en el mismo deporte con un bosnio que representaba a Eslovenia. Vimos a un pesista mexicano de origen cubano, a un voleibolista ruso participando por Italia y a Pedroso, una cubana que también compitió por Italia en 400 mts. con vallas. No dejó de sorprenderme la judoca alemana de apellido Vargas, la futbolista de Dinamarca, en cuyo dorsal pudo leerse “Gómez” y el pesista Robles de Estados Unidos, así como el atleta británico de 400 mts. de apellido no muy inglés Uhorhogu, y al voleibolista italiano Egoru, negros ambos como sus ancestros evidentemente venidos de África.
Pero, lo que rebasó todo umbral de ironía y descaro respecto del origen de los atletas y la inmoralidad que conlleva esta mirada sobre los inmigrantes es que de la delegación de Bahréin compuesta por 35 deportistas, 10 nacieron en Kenia, 7 en Etiopía, 6 en Nigeria, 3 en Marruecos, 2 en Jamaica, 1 en Rusia y solo 6 en su país. Este caso, no es más que un vulgar robo de talentos por parte de una monarquía corrupta y desvergonzada.
No tengo duda que si los migrantes, o los hijos de migrantes hubieran integrado una sola delegación, ésta sería la más numerosa de todas las que participaron y posiblemente la que mayor cantidad de medallas hubiera obtenido. Mientras los gobiernos reprimen brutalmente la emigración y tratan de impedirla por la fuerza, se vanaglorian por los éxitos que sus naciones obtienen a través de estos talentos que independientemente del país por el que compitieron son expresión de lo mejor de esta humanidad diversa y multicultural que tiene todo el derecho de desplazarse a donde quiera por el sueño de una vida mejor. También son expresión de lo peor del capitalismo putrefacto y decadente que lamentablemente ha transformado al deporte en un negocio y a los atletas en mercancía.